24 de diciembre de 2010

El ruiseñor y la rosa -Oscar Wilde



-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-, pero no hay una solo rosa roja en todo mi jardín.

Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.

-¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.

Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.

-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende lafelicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.

-He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.

-El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven estudiante-, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso.No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.

-He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.

-Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará, porque no tengo rosas rojas que darle.

Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba.

-¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola levantada.

-Si, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol.

-Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue.

-Llora por una rosa roja.

-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería!

Y la lagartija, que era algo cínica, se echo a reír con todas sus ganas.

Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor.

De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo.

Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín.

En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó sobre una ramita.

-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el rosal meneó la cabeza.

-Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más blancas que la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá el te dé lo que quieres.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.

-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el rosal meneó la cabeza.

-Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá el te dé lo que quieres.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventanadel estudiante.

-Dame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el arbusto meneó la cabeza.

-Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este año.

-No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga?

-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.

-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso.

-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.

-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?

Entonces desplegó sus alas obscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque.

El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos.

-Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único quete pido, en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su hálito es como el incienso.

El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.

Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.

-Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas!

Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una fuente argentina.

Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno de notas y su lápiz.

"El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas. ¡Que lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico!"

Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a pensar en su adorada.

Al poco rato se quedo dormido.

Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las espinas.

Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche.

Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la sangre de su vida fluía de su pecho.

Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción.

Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y argentada como las alas de la aurora.

La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago.

Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.

-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antesde que la rosa esté terminada.

Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen.

Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida.

Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa.

Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.

-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.

Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor.

Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba.

Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón.

Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió sobre sus ojos.

Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta.

Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo.

La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del alba.

El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños a los rebaños dormidos.

El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar.

-Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa.

Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de espinas.

A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.

-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja!No he visto rosa semejante en toda vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe de tener en latín un nombre muy enrevesado.

E inclinándose, la cogió.

Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano la rosa.

La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete, con un perrito echado a sus pies.

-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -ledijo el estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuanto te quiero.

Pero la joven frunció las cejas.

-Temo que esta rosa no armonice bien con mivestido -respondió-. Además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores.

-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera.

Y tiró la rosa al arroyo.

Un pesado carro la aplastó.

-¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo, ¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán.

Y levantándose de su silla, se metió en su casa.

"¡Qué tontería es el amor! -sedecía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica."

Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y se puso a leer.


31 de octubre de 2010

Este amanecer de fuego fatuos es tan naranja como los caramelos de miel y azúcar que llevo en el bolsillo. Tengo pelusas, cárcaras de pipa y papeles dentro del bolsillo que se pegan a los caramelos.

Tú, chicamásguapadelautobús, que hoy eres pelirroja y llevas un corpiño de rayas blancas y negras con diminutos botones; tú, que echas el aliento a la ventanilla y tienes pequeñas piedras marrones enterradas en la piel, nos estás soñando con tu alma triste y pulcra.


Sueñas el gesto marcial de los peatones y el sudor inoloro de los asientos cuando hace frío. Sueñas el cielo parturiento. Sueñas las bocas anfibias de los dormidos. Los dedos, las ramas, los cordones. Sueñas esa luna enclaustrada por encima de las nubes. Sueñas los eructos y los violines. Sueñas los rostros de almizcle, de la misma manera que sueñas mi inmensa tristeza.

10 de octubre de 2010


Me perforas el cuello.

Me abres en canal.

Mi espíritu sanguinolento

camina muy torpe

por túneles insensibles.

No puedes salir de mi cabeza.

Nunca nos hacemos fotos.

25 de septiembre de 2010

Por mí y por mis compañeros

Mi arruga nasogerana izquierda es más profunda cada día. El izquierdo es el lado de la maloclusión.

Mis pupilas se hacen más pequeñas y rotas y vítreas cada día. Mis cejas puntiagudas caen por momentos, dando a las sienes de humano triste ventaja sobre el cabello. Mi color es el rubio ceniza, pero quise teñirme el pelo de negro para que contrastara mortecinamente con mi piel. Tengo los tobillos anchos. Tengo dedos maleables, como si me hubiese roto las falanges muchas veces. Y, aunque aún no tengo veinte años, mi mirada es miope y apagada; ancianamente azul y de pestañas cortas y podridas.

La Imposibilidad. Se puede vivir siendo incompatible con la vida. Soy la hija perfecta de la Modernidad. Pero menos infeliz de lo que quisiera.
***

Las rígidas nucas de los fantasmas

Yuri Eremin


Piso la carroña perpetua que hay en el camino. Una alcantarilla pestilente resguña la tierra. Dentro de ella flota un plástico rosa. Es una lengua. Encojo los hombros y le presto mi cara al sendero grisáceo que hay a mi espalda.

Un chico que tiene plumas recién nacidas de la cabeza lee a Sartre. Una mariposa moribunda me construye una diadema. Me pregunto qué es una mujer sola pisando una tierra arañada.

El Amo del Castillo Rojo vendrá pronto. Sigo andando, sigo masticando el aire. Me crecen los brazos; mis uñas chocan contra los zapatos deformados. Se me dilatan las sienes de filósofo alemán y mis labios amarillean. Me ha salido un pico. Estoy demacrada.

El Amo del Castillo Rojo vendrá pronto. Será Prometeo. Me traerá el fuego. Soplará el fuego en mis venas y me levantará como el que abraza a un rey en su agonía. Tapará los espejos para que no me atrapen el alma. Después se irá. Los hilos volverán a tensarse. Yo me convertiré en la nuca de un fantasma y pisaré la carroña orinada que hay en el camino.
***

11 de septiembre de 2010

Dolor descalzo


Lo siento.Veo como surgen y se zambullen lentos elefantes en el estanque de donde florecen los muertos. Mi crueldad ha alterado sus aguas. Mi crueldad, la ira de la piedra. Mi crueldad caníbal. Que te ha mordido. Mi sombra respandeciente te ha desnutrido. Sueno a campana asfixiada.


Lo siento.


No lo olvidaré.

5 de septiembre de 2010

In ictu oculi

Como se siente desaprovechada, se acerca al chico que siempre veía sentado en las gradas. Abren la boca. Grovskopa. Su saliva sabe a tecno sueco. Alrededor giran pelvis urgentes. Las almas se reblandecen bailando. La humanidad húmeda baila. Ellos se quedan quietos. Sus lenguas bailan. Se encapsulan en un abrazo cuando el sol acuchilla el horizonte. Los jadeos adolescentes llegan en primavera.

Las pelusas quedan adheridas en su brazo. Se levanta del suelo. Está entumecida, como siempre que le llega una conversación seria. Ella no es tan ingeniosa como cuando piensa a solas, pero siempre es la primera en pedir perdón. Sus pupilas siempre están dilatadas y dispuestas, como un juez equilibrado, a ser salpicadas por la asimetría del mundo. A él le domina la puntiaguda circunspección de los hombres. Es tan joven aún que sus remordimientos le avergüenzan. A veces sueña que ella le azota con su pelo. Normalmente le llega a la cintura.

Tras cuatro horas hablando por teléfono, ambos piensan que todo va a acabar. Sin embargo, una hebra de ansiedad les mantiene juntos. Las primeras veces escuecen en la memoria. Él le pide, con su voz indolente, que se case con él. Es otoño, así que caminan haciendo crujir las hojas.

Se casan sin pensar en términos de años. Se casan arrastrados por una generación que se casa. Ella está espléndida. No espera recursos; ni tiene esperanzas en su marido. Él consigue parecer menos insulso. Son muy felices. Todo evoca a tafetán, hasta el tintineo de las llaves nuevas.

Los hijos no llegan y ella se señala el vientre con un dedo agudo como un cuchillo. Se ha cortado mucho el pelo, como si eso la hiciera fértil. Él se convierte en un verraco rutinario. Sexualidad apática y calibrada. Todo eso le pone de mal humor. Dejan de esperar y ella se queda embarazada.

La madre susceptible increpa al macho y se esconde en el nido. La madre feroz. El macho negligente. La criatura llora hasta herniarse. El padre expulsado siente que toda la sangre ha sido expulsada de él. Le duelen los pulmones resecos. Habrá más calamidades.

Ahora es un universo de tres personas. Y las personas matan a todo lo que está a su alcance para calmar al monstruo que les roe las entrañas.

Todos los finales son, invariablemente, una fatiga.

1 de septiembre de 2010

Sabemos que llueve y que la culpa es nuestra.

28 de agosto de 2010


- ¿Cómo te llamabas?
- Valme.
- Ah, es verdad. Perdóname.

La mujer sintió gratitud por las palabras. Estaba desnuda encima de un diván anacrónico y debajo de una colección de búhos de cerámica. Un chico joven la estaba dibujando en la página marfileña de un bloc, así que permanecía rígida como una estatua. No se dijeron nada más. Ella se vio interpelada por la mirada concentrada que el chico dirigía a sus senos. Dijo algo incomprensible parecido a un cacareo. Sus marcadas clavículas se plegaron igual que un compás.

- No son muy grandes.

El joven reflexionaba mirando al embrionario dibujo. Luego miró a la mujer. Volvió al dibujo de nuevo. Le dibujó el esternón con cuatro trazos cortos. La estatua había empezado a sudar.

- Me gustaría tenerlas más grandes. Querría tener unas tetas redondas y asfixiantes.- dijo con una sonrisa mantecosa. La odalisca estaba coqueteando.
- Ya está acabado. Quizá tengamos que quedar otra vez cuando lo pase al lienzo. Tengo que decirte que en el cuadro no te parecerás mucho.

Cuando no dibujaba, el chico, que era melenudo y espigado, repetía el gesto de agarrarse un mechón de pelo y peinárselo hacia abajo como si su mano fuera un peine.

- ¿Me pondrás más tetas?
- Es posible.
- ¿Y qué más me harás?
- Quizá te añada algún piercing.
- ¿Más?
- Sí.
- Joe tío, no paras de tocarte el pelo. Así sólo consigues taparte más los ojos y engrasártelo.
- Ya.
- Tienes unas pestañas muy largas y oscuras. Me he fijado. Soy buena fisionomista. Quizá sea buena dibujando.
- Me dijeron una vez que las tenía como las cerdas de una brocha.
- Seguro que te lo dijo alguna amiga de facultad. Los de Bellas Artes estáis zumbados. ¿Me dibujarás los tatuajes, no? Aunque sean un poco sádicos.

Los pechos de la mujer se habían acercado demasiado. Eran esponjosos. Encima de los pezones bizcos había un collar tatuado de rosas negras y pequeños cuerpos empalados por los tallos espinosos. El chico giró su cara de jirafa guapa y se puso de pie.

Una estatua tan cercana manifiesta su sangre y su calor. Una estatua tan cercana empieza a ser tan resbaladiza como cualquier mujer desnuda. A esa distancia podía percibir sus abultados lunares. Tenía que irse. La mujer sonrió quedamente.

- ¿Qué edad tienes, Javier?
- Veinte.
- Yo tengo veintinueve.

Javier había volado hacia la puerta.

- ¿Por qué te da miedo la vida, siendo tan joven?

Él entendió, pero no podía explicárselo. Ni ganas. A veces le costaba expresarse, y era entonces cuando empezaba a gesticular desacertadamente. La mujer cruzó los brazos.

- ¿Sabes? Yo de pequeñita solía imaginar cómo sería mi futuro. Todas esas fantasías se resumían en tres preguntas. La primera, con quién me casaría o a quién amaría. La segunda, cómo serían mis hijos. Y la tercera, cómo sería mi muerte. Mi vida entera parece desde fuera un caos. Una mierda de vida llena de intenciones fallidas. Pero te juro que cada paso, hasta las caídas que daba, tenía el objetivo de responder a alguna de esas tres preguntas. – elevó la voz, enérgica, solemne.- Ahora puedo responder a dos e imaginar la tercera. Me casé con Raúl aunque me divorcié. He amado a muchos hombres, la mayoría tan hoscos y delgados como tú. Mi hijo es asmático, enclenque y nervioso. Mi muerte llegará antes de tiempo pero no lo suficiente. O quizá no, esa la tengo pendiente. – Javier sabía bien a dónde quería ir a parar. No era la primera vitalista que quería rescatarle del tedio. El discurso, cada vez más debilitado, envejecía a Valme. A Javier le mustiaba hablar con la gente. No quería escucharla más.

- Tú temes al amor, a la amistad, al dolor, a la enfermedad y a todo. Le dices que no a la vida huyendo de todo. Si quieres estar solo siempre, sólo podrás responder a la última pregunta, porque sí puedes alejarte de la vida, pero no puedes alejarte de la muerte. ¿Quieres que tu existencia se limite a averiguar cómo será tu muerte?

Javier no dijo nada. Lamentó los esfuerzos vanos de Valme. Estaba equivocada, hacía años que él había abierto los ojos. Hacía años que entendió que él no podía ser el protagonista. Él tenía que ser el narrador. El crudo y estático espejo de todos los rostros. De toda la humanidad. Esa humanidad tan afanada como hormigas. Siempre tan esclava y sanguínea. Tan narcisista y exuberante. Dibujarla siempre, y no tocarla nunca. Recordó las líneas que inauguraba su bloc. “Jugad, reíd, follad, gritad, temed, casaos, tened hijos, ahogaos, corred, llorad, quereos. Vosotros vivid siempre, que yo os miraré siempre. Y vosotros os veréis en mí, que soy traslúcido, que soy líquido. Que no soy. Que soy pintor.”

Se puso el sombrero taladrado.

- Gracias por dejar que te pinte. No te miento si te digo que esto es mi vida.
- Eso no es una vida, es como una ficción.

Y el pintor se fue andando por la calle luminosa hasta que sólo fue una sombra descolorida

12 de agosto de 2010

Ode to L.A.

Ella levanta sus fuertes mandíbulas de roedor.

En el cielo están los fantasmas modernos.

Ella quiso mandar sin saber a qué juego jugaban.

Si le pudiera recuperar, le encantaría malgastarlo otra vez.

27 de julio de 2010

Es verano.


La casa parece una caja en medio del paisaje. Es verano. Eso se nota en el tronco torcido del desmadejado y único árbol del jardín.


I like a girl with lips like morphine…


Adriana enciende un cigarro del mismo color que su piel. Entre sus muslos hay una lata muy fría de coca cola. Enfrente, en una sillita de madera amarilla, está sentada Caye. Llaman a la puerta. Al principio piensan que es el viento. Ellas mismas se creen a veces que son el viento. Como cuando salen al patio y cada paso les deforma más las faldas arremangadas por la cinturilla. O como cuando caminan por la calle más tarde de las doce y el suelo es naranja y el cielo muy oscuro. En esos casos, Adriana empieza a abrir mucho sus ojos de corneja negra, sus labios parecen más gruesos y en vez de reírse pone una mueca un poco ambigua, como si observara algo delicioso pero momentáneo a lo lejos. A Adriana no le preocupa que la falda se le levante por el trasero.


They can´t sabe us now…


Nuevos golpes en la puerta y dos voces bajas. “Son ellos”. Adriana se arregla los pantaloncitos y la camiseta mientras pone una cara singular, con el cigarro en la boca y los ojos entreabiertos. Entreabiertos y no entrecerrados, porque parece que se esfuerza por abrirlos a pesar del humo que le enrojece los párpados. Luego, sus dedos-pinza arrebatan el pitillo a la boca y se revuelve el pelo opaco. Caye aún se está levantando de la silla cuando la puerta se abre y Jorge y Nico entran en la casa. Atisba una hormiga en la lata de coca cola de Adriana mientras camina hacia ellos. Adriana parece flotar por detrás de sus cabezas. Los dos son delgados. Los dos irradian calor. Uno huele mejor que el otro, pero Caye no sabe cuál, porque los olores pueden intercambiarse a la mínima ocasión. Se pregunta si aquellos chicos no se intercambiarán las caras también alguna vez. Pensar en máscaras le hace acordarse de su cintura, y su cintura, de algo más.


Little runaway girl, do it again, no it again…


Adriana va al baño y Caye va detrás. Cierran la puerta. “¿Tienes miedo?”- pregunta Adriana sin dejar de orinar. “Un poco”. Caye nota los muslos tensos. El chorro fuerte cesa y su amiga arroja el cigarro al retrete antes de tirar de la cisterna. Las dos en el espejo. Tras el ventanuco, están el sol y las nubes color damasco. Ellas están en el espejo, mirándose con sus ojos de vidrio y algo difusos. La Adriana-reflejo se vuelve a la Caye-reflejo y le dice, con una voz que suena a reverberación, que hoy Caye se hará mayor. Y luego ríe con la misma risa punzante, cansada y experta que alienta las fibras de su delgado cuerpo.


Los cuatro están en el caluroso salón. Durante dos horas se envían palabras, silencios que suplantan palabras y besos. Las lenguas se convierten en lodo dentro de las bocas. Caye sabe que olvidará todo esto enseguida.


Sun explodes on my skin, It´s coming now, come on let´s rave. But I drown…


Después, ella y Nico se van a una habitación, entrecruzan las piernas viscosas aún vestidas y pegan sus caras como lo harían contra una ventana. Y Caye sabe que recordará para siempre todo lo siguiente. Sus vaqueros son difíciles de quitar, pero los botones de su blusa son pequeños. Separa las rodillas. Nico es una espalda húmeda y un jadeo tenue como el murmullo de la hierba. Los brazos se han enroscado con los codos. Caye nota que se le abre un agujero en el vientre. El eco de un grito le cae en la boca. Abre los ojos, y sobre su cuerpo hay agua. Tras el dolor, el frío se extiende por ella, la hunde, y le entierra la cara. Nico se está vistiendo y Caye desea que la sangre que gotea se evapore como la niebla. Ve los hombros oscuros de Nico irse de la habitación.

Arriba, en la luna ya, ha dejado olvidadas muchas cosas.

8 de julio de 2010

Agradaré (IV)




Las ramas apenas dejaban entrever el cielo cuando la princesa alzó los ojos. Dos nubes desarraigadas atravesaron el azul. El amanecer trajo una luz voluptuosa y rosa, pero la princesa, en medio del bosque, solo notó el frío que desprendían los troncos endrinos.

Llegó a su castillo, a la puerta, y llamó con un grito impreciso. Después, muchas manos aceitosas la agarraron por los brazos y la arrastraron a la habitación. Su cabeza osciló floja durante el lento ascenso. Sus manos pendían agotadas y a veces trataba de agarrar el eco de aquellas voces desesperadas. Creyó que eran las voces las que la alzaban. Dócilmente, arrimó la mejilla a los rostros húmedos y asustados que querían besarla. Las voces tumbaron a la princesa en la cama y esta adquirió la rigidez de una estatua alabeada y minúscula. Se durmió.

Despertó. Entre los párpados, estaba el caballero inclinado sobre ella. “Señora mía” dijeron aquellos labios descoloridos y severos. La cara, aunque seria, era amable. La princesa notó una náusea fortísima. “¡Ángel! ¿Pero qué te han hecho?” La princesa, que había agarrado un pañuelo marfileño y se lo había llevado a la boca, no podía disimular el asco. Agrio, como un perfume químico, tenía el asco retenido en la garganta. El caballero no sabía interpretar su gesto. Dijo “Descansa, esposa mía”. La princesa se estremeció y miró el sarpullido candente que le comenzaba a jaspear el pecho. Luego contempló a su prometido y dijo con voz taimada que no se casaría con él ni con nadie porque ahora su alma vivía en un reino de soledades profundas. Dijo también que para ella ya no existía el calor del sol renovado, ni los cánticos, ni la dicha. Que renunciaba a la vida para la que nació; la vida de las pompas luminosas y frágiles, la hermosa vida de las princesas, con sus fiestas, su suntuosa melancolía, sus jardines colmados de intrigas y suspiros y sus erupciones de gozo. Y renunciaba por tanto, a su matrimonio con un caballero salvador y a sus futuros hijos, porque ella, decía, ella se había corrompido, y podía convertir el oro en barro con solo tocarlo. El caballero contempló cómo el rostro de la princesa se había endurecido hasta parecer el de otra mujer. Feroz y llena de resplandor, acalló al caballero cuando este, aturdido, quiso protestar. Su voz salió de los labios pletóricos de sangre –de tan rojos- como un cañón que ensordece.

- Yo sólo puedo alejarte de tus venerables leyes. Te ahogaría en mis muros, que son los muros de la nada. En mi corazón llevo lo sombrío del infierno. Nadie quiere unir su vida a la de un demonio, ¿verdad? Mi olor de niña ahora es el hedor de los sepulcros. Me he convertido en algo negro, funesto y roto de escalofríos. Y tú no puedes levantar un peso tan abrumador.

Fue la última vez que la princesa vio al caballero. Él se casó con la primogénita de un rico comerciante genovés. Quiso que los festejos se redujeran a un día, como recuerdo a un alma extraviada de la que no dijo el nombre.

La princesa no volvió a salir de su habitación y llevó desde entonces, a sus veinte años, la vida de una anciana. Sólo de vez en cuando asomaba su dorada cabeza por encima de la barandilla para mirar al Castillo Rojo. Entonces, invariablemente, comenzaba a sollozar. Cuando las convulsiones alcanzaban su cenit, ella siempre terminaba diciendo “¡Yo soy tu igual! ¡Oh, mi rey!” en un gemido tan aterrador que alentaba a los chismosos a cuchichear sobre coqueteos con el diablo.

Un día, el Amo se sentó en medio de su castillo. Ya había completado la cúpula y erigido las torres. El castillo estaba construido y pintado. Repasó los sillares con la mirada y recordó los incontables brazos que habían prestado sus venas. Tanto tiempo y tantas mujeres. Algunas musas, otras amazonas; la mayoría esclavas. Una era princesa.

El Amo se levantó y caminó hasta las mazmorras. Agarró un barril mohoso de una pútrida celda vacía. Salió del castillo y se colocó frente la fachada. Introdujo una mano en el barril, arañó el fondo acorazado de coágulos y extrajo su mano teñida de púrpura. Aplastó la palma contra su pecho iridiscente y dejó su huella. Luego se tiznó los labios con un trémulo sesgo de sus dedos. Continuó embadurnándose la boca hasta emplear toda la sangre de la princesa, la única cosa en su vida que había atesorado.



Dedicó la más ancha y ebria de sus sonrisas al Castillo Rojo y cerró los ojos, desorientado por tan intenso delirio.




FINIS

27 de junio de 2010

Agradaré (III)


Están donde sólo existe la sombra y el hedor.

- Muéstrate ante mí, en mí. No me agobies. Basta.

Ella es dócil y extiende los brazos templados. Sus ojillos están a punto de llorar.

- No puedes más. Toda tu vida has errado, pero aún así me gustas, princesa. Deja de razonar con tu edad, asimila de una vez la vida, toda la vida, ábrete a la vida, mira las cosas, mírame. Renuncia. Conóceme.

Ella asiente.

El dedo del Amo anda por el brazo nevado de la princesa. Palpa la vena y clava la aguja en su pálido verdor. La sangre pasa por el conducto y salpica el fondo del barril. Más bajo aún que la sombra del muro; más abajo aún que las naúseas y la sed de los intestinos, la cabeza y el pecho del hombre proyectan una sombra sobre la muchacha.

La evocación de su casa, del amor y de la vida se empapa en la luz del pánico. La princesa siente que se halla suspendida en el mal, cebada de mal. Detrás de esa mano de hombre hay un reino de abismos. Sabe, a medida que entrega su sangre, sabe que en el alma del hombre habitan esos grandes demonios varados que devoran el sol. Y se pone a llorar por su espíritu profanado.

- Tu sangre se mezclará con otras menos líquidas y exquisitas en mis paredes, princesa. Yo te digo que no hay nada en mí salvo mil aflicciones. Tu sangre me alivia un poco, solo un poco. Me amas y me regalas tu sangre. Será olvidada en un depósito mugriento y mancillada cuando coloree los muros de este castillo con ella. Pero eso solo me contenta un poco. Y ahora vete para siempre de donde el aire está eternamente muerto. Yo nunca viviré a causa de ti, si no tú de mí mismo.


El Amo ríe con su hermoso rostro y entrecierra los ojos. Nada más destruido, más arruinado que el joven alma interior de la princesa, que empieza a creer en las lunas negras, en las llamas, y en el ruido.


La princesa camina lentamente, y siente que se le resquebraja la piel en torno al pinchazo. Sale del Castillo Rojo, que -ahora lo sabe- debe su color a las heridas de mil almas, y vuelve la cabeza para mirar al Amo, quien ufano, con el cuello ceñido por su collar de espinas, introduce una brocha gruesa en el barril y la saca violentamente para pintar un sillar plomizo. Algunas gotitas salpican su cara. Una de ellas cae en la comisura de su labio inferior. El Amo saca la lengua para atraparla y después observa el cielo, ya negro, agradecido por aquellas nuevas venas.

10 de junio de 2010

Agradaré (II)


Una semana antes de su boda, la princesa decidió salir del palacio, ya que le estorbaba ver su alcoba vacía de narcisos. Llegó al pie del castillo a medio construir que veía a diario, apoyada sobre los balaustres blancos, desde el mirador de su habitación. Pisó la tierra negra dejando los pasos al arbitrio de una voluntad irrefrenable y extraña.

La princesa sintió miedo al aproximarse a los toscos y anormales muros, pero continuó andando. En el aire se dilataba el rumor de un arrollo invisible; la joven giró la cabeza temerosa de aquellos bufidos espectrales. Un olor impreciso - no era ni fétido ni cautivante - emanaba de la puerta, que consistía en un gran vano irregular debido a la carencia de algunas dovelas en el arco, ofreciendo el aspecto de una boca tétrica y mellada. La princesa se detuvo frente a ella. Los sillares eran burdos, de un color dudoso, entre rojo, marrón y piedra emnohecida. Los árboles oscuros crecían apretados contra castillo, al igual que atlantes añosos. Los rayos del sol que moría iluminaron los muros, y sus piedras brillaron como fuego. El aire del atardecer intensificó el aroma hasta hacerlo mareante. La princesa se empapó de oscuridad cuandro atravesó el umbral del Castillo Rojo. Por dentro tenía el aspecto de una catedral románica: tres calles y una especie de ábside curvo en la central. Sobre él, en lo que debería ser una cúpula, un óculo deformado escupía un gran foco de luz. Y en el medio una figura imprecisa, bestial, fulgurante. Se puso de pie y resultó ser un hombre. En su rostro turbio, alumbrado, se abrió una oquedad que exclamó:

-¡Bienvenida!

La princesa caminó hacia la voz. Sus pupilas menguantes gimieron, despellejadas por la potente luz. Aún así se situó bajo la cúpula incompleta, delante del hombre, con los ojos tan ofuscados que el que tenía enfrente le pareció de granito. Él era joven, hermoso como el cielo púrpura que se alzaba sobre sus cabezas. Un collar enrevesado le caía por el pecho y la espalda, y la princesa tardó en percatarse de que estaba hecho con aguijones y espinas. La piel lacerada sangraba despacio. Ella adelantó una mano para quitarle aquella horca perversa. El dueño del Castillo Rojo contuvo sus dedos, los soltó, y sonrió como un ídolo.

6 de junio de 2010

Agradaré (I)




La princesa estaba sentada al borde de un gran atrio. El caballero se arrodilló frente a ella y tomó su mano incólume y gimiente. Su armadura bizantina parecía hecha de vidrio y en los ojos llevaba una expresión maniatada.


"Es difícil hablar ante tu mirada de látigos verdes, princesa. Estoy aquí, postrado ante tus labios contritos, ante tus cejas soberanas y ante todo el universo unitivo que es tu cara; pensando que detrás de ese rostro opulento están girando un sinnúmero de pensamientos, voluntades, y horas anteriores a este momento congelado. ¿Qué razonamientos coronas de forma secreta? ¿Acaso tus muros de belleza fingen no derretirse nunca? ¿Podré saber quién eres?


Perdona, señora mia, que las palabras me salgan como espasmos, que sea osado sin motivo. Tus párpados rosas, o tu cuello, o tus mejillas, o tu boca -clamor lunar y risa de oleaje- me aturullan. No, no es eso; es tu silencio el que me ofusca. Yo quiero que hables. ¿Qué sientes? Me pierdo en dilaciones para no llegar al momento crucial de mis sueños perdurables.


Princesa, quiero darme a ti, por entero, para siempre. Si ser consortes significa gozar o sufrir la misma suerte y tener una idéntica vida; si ser consortes significa que mi existencia sea efecto de la tuya y que mi alma agonice dentro de tu alma y nunca por separado, ¡quiero ser tu marido! Si me admites, por mi voluntad y mis brazos, sabrás que mi empeño es salvarme mediante tu amor, y tú te salves mediante el mío. Respiraré el aire que tú sorbes de tal manera que tú rutiles en mi boca para siempre. Escucha la voz que por ti vive. Elige o rechaza a quien solo con verte es hombre, filósofo, héroe, inmortal y mundo, y que cuando no te ve, es una máscara sin memoria ni futuro."


La princesa miraba al caballero con alegría táctil. Le derrotaban en dicha las palabras que salían de su boca. Desde el primer momento que vio al caballero, todo ímpetu e impulsividad, hacía escasamente un mes, sintió que su corazón se restañaba. Lo aceptó con el pecho extasiado, y se convirtió, de este modo, en su prometida.

4 de junio de 2010

La niña que se contenta con destrozar un dibujo


Un grueso edding dorado y se me olvida que la noche es limítrofe. Tengo los dedos y la palma de la mano llenos de grafito, como si llevara guantes de satén gris. No duermo porque me gusta pensar que encima de mi insomnio está el paladar oscuro y abúlico de la noche. Del ordenador sale una voz muy similar al reproche de una perra. Me gustaría escribir que él y yo hemos llegado a la letra única e irrevocable. Me gustaría explicar cómo, al igual que una mano que urga en huecos calcinados, un coro de silencios se me va incrustando un poco más cada día. Mis pensamientos indolentes regurgitan cosas como el deseo por leer a Palahniuk o la frustación que producen las horquillas extraviadas. Más abajo habita el irascible lastre del amor, que está empachado de succionar aire en vez de carne. Este ruge y vive de locuras, y mira las paredes ahítas con ojos de charco de pasión. Necesito de alguien.

Pienso que estos días son mentira; que estos aullidos son mentira; que es mentira el tiempo que me debato entre la lástima, la obediencia y el recuerdo. Pienso que es mentira que soy menor si me falta y que su ausencia sólo es un pacto a veces. Me repito los versos de Caballero Bonald.


Dulce
naufragio, dulce naufragio,
nupcial ponzoña pura del amor,
crédulo azar maldito, ¿dónde
me hundo, dónde
me salvo desde aquella noche?


18 de mayo de 2010

1.
Otras cabezas de mujer habían excavado antes su pecho. El pelo espumoso y castaño de María dormía ahora encima de su tórax. Su respiración era la cadencia de la devastación. Él estaba muy lúcido, como siempre después del sexo. Se sintió frío y miró al techo marchito. Después la miró a ella. Quiso decirle que sería la última mujer que se metería en su cama. Había formulado ese propósito al verla llorar el pasado martes, cuando ella, que era pintora, sentió que se le había paralizado el talento.

María se revolvió en sueños y soltó un gemido. Él la abrazó y miró por la ventana; las hojas de los árboles ya amarilleaban el otoño.

2.
Ella subía las escaleras sobre sus botas marca Demonia. Llegó al tercero. El carmín negro era el telón de su sonrisa.

-¿Cuál es la excusa de hoy para encontrarnos?

El chico acababa de cerrar la puerta tras de sí. Miró a la chica, sin comprender. Las pulseras que llevaba parecía un alambre de pinchos.

-¿Te has dejado las llaves del coche puestas; tienes que ir a por tabaco...? Siempre que llego a este piso te veo saliendo por la puerta.

Ella se acercó. Abrió la boca, enseñó su lengua roja, perpetua y perforada. Se la pasó por los labios, como si fuera la cola de un escorpión. Metió la mano a través del pantalón de él, para que su palma testificara la transformación. Fue tan rápida y violenta como un demonio. Sus ojos de basilisco le dijeron que abriera la puerta. Antes de desnudarse miró los pasos que las pesadas botas de cuero dejaron caer en el parqué.

3.

La mujer no parecía frágil desnuda. Era guapa de la misma manera que lo es un papel que cae en un charco y se empapa. Tenía en el pelo negro y cierto aire cansado que le echaba años encima. Tendida en la cama, expuesta, sólida y sabia, me habló del sueño que anunciaba este momento. Yo la abracé como un perro fiel. El jadeo arrítmico vibró en su garganta como un violín en un garaje.

4.

Mientras el mundo se ahoga en sus plagas,
Tú me muerdes el cuello.

17 de mayo de 2010



Que él me enseñe esa Nada.
John Donne

8 de mayo de 2010

5 de mayo de 2010

Esperando a Godot- Samuel Beckett

(Estragón, que en vano ha empezado a descalzarse, vuelve a adormecerse. Vladimir lo mira.)

VLADIMIR: Él no sabrá nada. Hablará de los golpes encajados y yo le daré una zanahoria. A caballo entre una tumba y un parto difícil. En el fondo del agujero, pensativamente, el sepulturero preparara sus herramientas. Hay tiempo para envejecer. El aire está lleno de nuestros gritos. Pero la costumbre ensordece. (Mira a Estragón.) A mí también, otro me mira, diciéndose: Duerme, no sabe que duerme. (Pausa.) No puedo continuar (Pausa.) No puedo continuar (Pausa.) ¿Qué he dicho?

30 de abril de 2010

Fragmento de Las Olas, Virginia Woolf


Has estado leyendo a Byron recientemente y has subrayado los párrafos que exaltan aquellos sentimientos que se asemejan a los tuyos. Encuentro trazos del lápiz debajo de todos aquellos versos que revelan un temperamento irónico, pero apasionado; una impetuosidad semejante a la de la polilla que se lanza sin vacilar contra la dureza del vidrio. Al pasar la punta del lápiz por aquí, pensabas:

«También yo arrojo la capa así, también yo chasqueo los dedos ante el destino.» Sin embargo, Byron no preparó jamás el té como tú lo haces, llenando de tal modo la tetera que el agua se desborda cuando colocas la tapa y forma sobre tu mesa una laguna parda que corre entre tus libros y papeles. Ahora lo secas torpemente con el pañuelo que has sacado del bolsillo. Y después te vuelves a meter el pañuelo en el bolsillo. No, éste no es Byron. Este eres tú. Este es tan esencialmente tú que si algún día dentro de veinte años pienso en ti, cuando los dos seamos famosos, con gota e inaguantables, te veré en esta escena. Y si has muerto ya, lloraré.

Cierto tiempo hubo en que fuiste un joven Tolstoi. Ahora eres un joven Byron. Y quizás llegue el día en que seas un joven Meredith. Entonces visitarás París durante las vacaciones de Pascua, y volverás con una negra corbata, convertido en el discípulo de cualquier detestable francés de quien nadie ha oído hablar. Entonces romperé contigo. [...]

Pero soy demasiado nervioso para terminar debidamente mis frases. Hablo aprisa, paseando arriba y abajo, para ocultar mi agitación. Me irritan tus pañuelos manchados de grasa. Mancharás tu ejemplar de Don Juan. No me escuchas, Te dedicas a hacer frases sobre Byron. Y mientras tú gesticulas, con tu capa y tu bastón, yo intento revelarte un secreto que a nadie he comunicado todavía. Te pido (ahí en pie y dándote la espalda) que tomes mi vida en tus manos y me digas si es mi destino causar siempre repulsión a quienes amo.

26 de abril de 2010

Phenelope´s sphere

La Niña miró a la figura que se iba con sus ojos, grandes ojos, de eternas claridades. La Niña cerró su boca en un gesto de extraña majestad que tiñó de rojo el empedrado. La figura dobló una esquina, y los rugidos letárgicos hicieron que la Niña se tapase los oídos. La figura desapareció y el rostro de la Niña adquirió el color de una pálida margarita. La inmensidad del día avanzaba, y el amor la estremeció con su tenebrosa brisa.

20 de abril de 2010

El hombre-punto giró su muñeca para decir adiós.

12 de abril de 2010

Miss Manía


El maquillaje de sus párpados se ha corrido y forma grietas. Camina, despeinada, bajo un diluvio de sangre. Miss Manía tiene el limbo en su ombligo y la muerte en su pulso. Esta noche es ausencia, ausencia, ausencia. Aspersor de nervios. Muda de piel. Ahora es cáscara y ahora es cuerno. En el aire cuelga una espiral humeante de desolación. El pensamiento se clava como una espina en su garganta de granito. Su vida respira lágrimas. La luz de la bombilla es un verdugo. La sepultan los embriones de los días, y le escuece pensar. Ella es las vacilaciones de su porvenir. Y es el Grito.
La oscuridad se hace más densa y estrecha, y la felicidad se exilia para siempre de su reino helado. La ansiedad, sorda y poliforme, se hace vidrio en sus venas.

Calígula - Escena XII

ESCIPIÓN. Vamos, Cayo, todo esto es inútil. Ya sé que has elegido.
CALÍGULA. Déjame.
ESCIPIÓN. Te dejaré, sí, porque creo haberte comprendido. Ni para ti ni para mí, que me parezco tanto a ti, hay ya salida. Voy a marcharme muy lejos a buscar las razones de todo esto. (Pausa; mira a Calígula. Con fuerte acento.) Adiós, querido Cayo. Cuando todo haya terminado, no olvides que te he querido. (Sale.)
Calígula lo mira. Hace un ademán. Pero se sacude brutalmente y vuelve junto a Cesonia.
CESONIA. ¿Qué dijo?
CALÍGULA. No está a tu alcance.
CESONIA. ¿En qué piensas?
CALÍGULA. En aquél. Y en ti también. Pero es lo mismo.
CESONIA. ¿Qué pasa?
CALÍGULA (mirándola). Escipión se ha marchado. He terminado con la amistad. Pero me pregunto por qué estás tú todavía....
CESONIA. Porque te gusto.
CALÍGULA. No. Si te hiciera matar, creo que comprendería.
CESONIA. Sería una solución. Hazlo, pues. ¿Pero no puedes, siquiera por un minuto, despreocuparte y vivir libremente?
CALÍGULA. Hace ya varios años que me ejercito en vivir libremente.
CESONIA. No es así como lo entiendo. Compréndeme. Puede ser tan bueno vivir y amar en la pureza del propio corazón.
CALÍGULA. Cada uno se gana la pureza como puede. Yo, persiguiendo lo esencial. Nada de eso me impide, por lo demás, hacerte matar. (Ríe.) Sería la coronación de mi carrera.
Calígula se levanta y hace girar el espejo. Camina en círculo, con los brazos colgando, casi sin ademanes, como un animal.
CALÍGULA. Es curioso. Cuando no mato, me siento solo. Los vivos no bastan para poblar el universo y alejar el tedio. Cuando estáis todos aquí, me hacéis sentir un vacío sin medida donde no puedo mirar. Sólo estoy bien entre mis muertos. (Se planta frente al público, un poco inclinado hacia adelante, olvidado de Cesonia.) Ellos son verdaderos. Son como yo. Me esperan y me apremian. (Menea la cabeza.) Tengo largos diálogos con este y aquel que me gritó pidiendo gracia y a quien hice cortar la lengua.
CESONIA. Ven. Tiéndete a mi lado. Apoya la cabeza en mis rodillas. (Calígula obedece.) Estás bien. Todo está en silencio.
CALÍGULA. ¡Silencio! Exageras. ¿No oyes el ruido de hierros? (Ruidos.) ¿No adviertes esos mil rumores que revelan el odio al acecho? (Rumores.)
CESONIA. Nadie se atrevería...
CALÍGULA. Sí: la estupidez.
CESONIA. La estupidez no mata. Da cordura.
CALÍGULA. Es asesina, Cesonia. Es asesina cuando se considera ofendida. ¡Oh!, no me asesinarán aquellos cuyos padres o hijos he matado. Ellos han comprendido. Están conmigo, tienen el mismo gusto en la boca. Pero estoy indefenso contra la vanidad de los otros: aquellos de quienes me he burlado, a quienes he puesto en ridículo.
CESONIA (Con vehemencia). Te defenderemos nosotros; todavía somos muchos que te queremos.
CALÍGULA. Cada vez sois menos. Hice todo lo posible para que así fuera. Y además, seamos justos, no sólo está en mi contra la estupidez; también lo están la lealtad y el coraje de los que quieren ser felices.
CESONIA (Siempre vehemente). No, no te matarán. O entonces algo venido del cielo los aniquilará antes de que te hayan tocado.
CALÍGULA. ¡Del cielo! No hay cielo, pobre mujer. (Se sienta.) ¿Pero por qué tanto amor, de
pronto? No está en nuestras costumbres.
CESONIA (Que se ha puesto de pie y camina). ¿No basta entonces verte matar a los demás; hay que saber también que te matarán? ¿No basta recibirte cruel y desgarrado, sentir tu olor a crimen cuando te apoyas en mi vientre? Cada día veo morir un poco más en ti la apariencia humana. (Se vuelve hacia él.) Soy fea y casi vieja, lo sé. Pero tanto me preocupas, que a mi alma no le importa ya que no me ames. Sólo quisiera verte sano, a ti, que aún eres un niño. ¡Toda una vida por delante! ¿Y qué pedir que sea más grande que toda una vida?
CALÍGULA (Se levanta y la mira). Hace ya mucho que estás aquí.
CESONIA. Es cierto. Pero me conservarás a tu lado, ¿verdad?
CALÍGULA. No lo sé. Sólo sé por qué estás aquí: por todas aquellas noches en que el placer era agudo y sin alegría, y por todo lo que conoces de mí. (La toma en sus brazos y con la mano le echa la cabeza un poco hacia atrás.) Tengo veintinueve años. Es poco. Pero en esta hora en que mi vida me parece, sin embargo, tan larga, tan cargada de despojos, en fin, tan cumplida; eres el último testigo. Y no puedo evitar cierta ternura vergonzante por la vieja que serás.
CESONIA. ¡Dime que quieres conservarme a tu lado!
CALÍGULA. No lo sé. Sólo tengo conciencia, y esto es lo más terrible, de que esta ternura vergonzante es el único sentimiento puro que la vida me haya dado hasta ahora.
Cesonia se desprende de sus brazos, Calígula la sigue. Ella pega la espalda contra él, que la abraza.
CALÍGULA. ¿No sería mejor que el último testigo desapareciera?
CESONIA. Eso no tiene importancia. Me hace feliz lo que me has dicho. ¿Pero por qué no puedo compartir esta felicidad contigo?
CALÍGULA. ¿Quién te dijo que no soy feliz?
CESONIA. La dicha es generosa. No vive de destrucciones.
CALÍGULA. Entonces hay dos clases de dicha y yo elegí la de los asesinos. Porque soy feliz. Hace tiempo creí alcanzar el límite del dolor. Pues bien, no, todavía es posible ir más lejos. En el confín de esta comarca hay una felicidad estéril y magnífica. Mírame.
Cesonia se vuelve hacia él.
CALÍGULA: Me río, Cesonia, cuando pienso que durante varios años Roma entera evitó pronunciar el nombre de Drusila. Porque Roma se equivocó durante esos años. El amor no me basta; eso es lo que comprendí entonces. Es lo que comprendo también hoy, al mirarte. Porque amar a una persona es aceptar envejecer con ella. No soy capaz de este amor. Drusila vieja era mucho peor que Drusila muerta. Es habitual la creencia de que un hombre sufre porque la persona a quien amaba muere un día. Pero su verdadero sufrimiento es menos fútil: es advertir que tampoco la pena dura. Hasta el dolor carece de sentido. Ya ves, no tenía excusas; ni siquiera la sombra de un amor, ni la amargura de la melancolía. No tengo coartada. Pero hoy soy más libre que hace años, libre del recuerdo y de la ilusión. (Ríe apasionadamente.) ¡Sé que nada dura! ¡Saber esto! Sólo dos o tres en la historia hemos hecho esta experiencia, hemos realizado esta felicidad demente. Cesonia, has seguido hasta el fin una tragedia muy curiosa. Es hora de que caiga para ti el telón.
Pasa de nuevo tras ella y desliza el antebrazo en torno al cuello de Cesonia.
CESONIA: (Con espanto). ¿Acaso es la felicidad esa libertad espantosa?
CALÍGULA: (Apretando poco a poco con el brazo la garganta de Cesonia). Tenlo por seguro,
Cesonia. Sin ella hubiera sido un hombre satisfecho. Gracias a ella, he conquistado la divina clarividencia del solitario. (Se exalta cada vez más, estrangulando poco a poco a Cesonia, quien se entrega sin resistencia, con las manos un poco tendidas hacia adelante. El le habla, inclinado, al oído.) Vivo, mato, ejerzo el poder delirante del destructor, comparado con el cual el del creador parece una parodia. Eso es ser feliz. Esa es la felicidad: esta insoportable liberación, este universal desprecio, la sangre, el odio a mi alrededor, este aislamiento sin igual del hombre que tiene toda su vida bajo la mirada, la alegría desmedida del asesino impune, esta lógica implacable que trituravidas humanas (ríe), que te tritura, Cesonia, para lograr por fin la soledad eterna que deseo.
CESONIA: (Debatiéndose débilmente). ¡Cayo!
CALÍGULA (Cada vez más exaltado). No, nada de ternura. Hay que terminar, el tiempo
apremia. ¡El tiempo apremia, querida Cesonia!
Cesonia agoniza, Calígula la arrastra hasta el lecho, donde la deja caer.
CALÍGULA: (mirándola con ojos extraviados; con voz ronca). Y tú también eras culpable.
Pero matar no es la solución.




Albert Camus, Calígula

4 de abril de 2010

Un sofisticado saco

No hay yo mismo.

El escritor está desnudo.

Quiere encontrarse. Ser él mismo.

Quiere roerse los huesos hasta dar con su estilo.

No encuentra nada,

porque no hay yo mismo.

Los hombres, más allá de su palabra y su perfume,

están hechos de sacos desmadejados.

En su pelo lacio; en su ser vertebrado; en su sordera; en sus costillas,

no encontrará la inspiración.

En sus manos no hay nada escrito.

En sus tripas no hay nada digno de ser plagiado.

El verdadero yo del escritor debe estar sepultado por otro yo ficticio,

o escribirá su pelado cráneo por él.


28 de marzo de 2010

Mi perro siempre quiere ir por ese camino que está lleno de animales muertos y raíces. Un niño me habla en su lengua facial debajo de la capucha y los pétalos de los almendros parecen dientes de leche. Todo pasa aquí, pero yo no estoy aquí.
En el cuadro insípido que es mi vida, empleo lo que tengo de cuadrúpedo para esconderme debajo de la cama.

21 de marzo de 2010

La felicidad es algo que ocurrió una vez.

Francisco Umbral

16 de marzo de 2010


She lost control.

15 de marzo de 2010

El Entierro de los Muertos- (fragmento).




¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas crecen


en estos pétreos desperdicios? Oh hijo del hombre,


no puedes decirlo ni adivinarlo; tú sólo conoces


un montón de imágenes rotas, donde reverbera el sol,


y el árbol muerto no cobija, el grillo no consuela,


y la piedra seca no da agua rumorosa. Sólo


hay sombra bajo esta roca roja


(ven a cobijarte bajo la sombra de esta roca roja),


y te enseñaré algo que no es


ni la sombra tuya que te sigue por la mañana


ni tu sombra que al atardecer sale a tu encuentro;


te mostraré el miedo en un puñado de polvo. [...]




Ciudad irreal,bajo la parda niebla del amanecer invernal,


una muchedumbre fluía sobre el puente de Londres, ¡eran tantos!


Nunca hubiera yo creído que la muerte se llevara a tantos.


Exhalaban cortos y rápidos suspiros


y cada hombre clavaba su mirada delante de sus pies.


Cuesta arriba y después calle King William abajo,


hacia donde Santa María Woolnoth cuenta las horas


con un repique sordo al final de la novena campanada.


Allí encontré un conocido y le detuve gritando:


¡Stetson!¡tú que estuviste contigo en los barcos de Mylae!


¿Aquel cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín,


ha empezado a germinar? ¿Florecerá este año? ¿No turba su lecho la súbita escarcha?


¡Oh, saca de allí al Perro, que es amigo de los hombres,


pues si no lo desenterrará de nuevo con sus uñas!


Tú, hypocrite lecteur! -mon semblable -mon frère!




La tierra baldía, T.S. Eliot

6 de marzo de 2010

Hacerte charco

La lluvia araña.
Devora los huesos. Apaga los tuétanos. Sacude la ropa.
La lluvia araña.
Escupe. Babea las sienes y
expele barro.
Desholla y congela.
Excreción sucia
que enegrece el cielo;
Sudor de alcantarillas;
Moho de lágrimas;
Sarpullido de choches;
Brillo de anorak
y cenizas.
La lluvia nos hace charco.
Nos tiende sobre la lengua de los adoquines.
Entra en nuestras cavernas
para apagarnos.
Paciente, pecosa, supurante,
nos obliga a llorar
por su caída mutilada.

24 de febrero de 2010

Mi Marylin particular - Nacho Vegas

Así de pronto amanecí en un inmenso corredor
miré a ambos lados y vi solamente puertas,
y en cada una de ellas grandes letras rezaban así:
ESTO NO ES UNA SALIDA.

Tras una de ellas te encontré,
desnuda y asustada y proyectada contra la pared.
Tú me guiñaste un ojo, yo me acerqué y oí tú voz:
"Cuando ordene usted puedo desparecer."
Y yo no le di mayor importancia a lo que oí
y ese fue mi gran error.

Te podía golpear, y aún estaba bien.
Te humillé, te violé y tú seguías en pie.
Y aunque no es frecuente en mí,
quise concederte un nombre y te di a elegir:
"¿Cómo te quieres llamar?"
Tú me respondiste así... Marylin.

Y aunque no eras rubia,
y aunque no hablabas inglés,
y aunque eras más que estúpida,
y aunque no sé si eras mujer,
en fin, serías tú mi Marylin particular.

Como los ríos fluyen,
igual que el viento sopla, así el amor destruye.
Y o lo supe en el momento en que me repetiste allí:
"Cuando ordene usted puedo desaparecer."

Y ahora si tiemblo de dolor,
y si tiemblo de dolor,
y si ladro de dolor,
y su aúllo de dolor,
y si ululo de dolor,
es por ti, Marylin.
Es por ti, Marylin...

Jamás imaginé que un poco de amor le podía a uno causar tanto dolor,
¿Cómo iba a adivinar que iba a hacerme daño alguien que era irreal?
Y la puerta se cerró y allí mismo te perdí, Marylin...

10 de febrero de 2010

Tokyo


Tokyo resultó ser menos impresionante de lo que esperaba. Se lo dije a Rangiku, y ella sacudió la cabeza. Pude ver su sonrisa un momento, más hermosa que sana; más filamentosa que limpia.


En el hotel, Rangiku y sus bragas rosas me esperaban sobre la cama. Arrugamos las sábanas con nuestras respiraciones de tigre y de mosca. Me asomé a sus ojos y vi una habitación con dosel y civilización, que me hizo avergonzarme de mi encarnadura de monstruo. El sexo para ella era un pájaro, cuando para todo el mundo era un reptil. Su piel era un cristal lechoso que no sudaba. El temblor de sus pechos. Su boca de sal, como una herida de olor metálico. Me tumbé bocarriba, cansado como si hubiera luchado; muerto como un hueso y sin nada de inspiración.



Rangiku estaba casada, pero hacía quince años que no veía a su marido. Vivieron en Nihonbashi, y ella estaba segura de que él seguía allí como hasta entonces: asustádose de sus propias manos y picoteándo el asfalto japonés, que parece lodo seco.




Rangiku solía decir que no había carta de amor más bonitas que las que Joyce escribia a su mujer. Yo le escribí una carta erótico-preciosa del estilo. Ella se rió al leerla y me dijo que, de entrada, "yo no era inglés." Y ella tampoco era mi mujer, pero bueno.




El último día fuimos a Hinomisaki a ver el mar. Ella se sentó. Tenía las menudas pantorrillas al aire e iba descalza. La mujer pequeña, suavemente transparente, adolescente, silenciosa. Y su velo de pelo negro como la concha de un caracol. Yo rompí a llorar y no pude parar. "Así es como llora un hombre medieval." Dije, casi babeando. Ella no me miraba. Le agradecí que no me preguntase por qué lloraba.




Lo que nos decía aquel mar desalentado es que ese sería nuestro último verano juntos. Ella lo supo, desmembrando un alga seca que encontró en la arena, muy callada y muy quieta, como un poema submarino. Yo lo supe con mi blasfemia más pobre. Con el llanto.


5 de febrero de 2010

Sobre todo...


La chica levantó el separapáginas y lo metió entre las hojas. Era un separapáginas de El jardin de las Delicias, comprado en la tienda del museo del Prado. La chica levantaba tanto las cejas que parecía que ninguna idea cruzaba por su mente. El jersey negro de cuello alto disimulaba mal su pecho, que era grande y redondo. El rubio ceniza de su pelo se le clareaba en las sienes. Tenía los ojos color boscoso y la nariz muy estrecha. Dejó de leer y miró a su alrededor.


El Pájaro Antropoide surgió de su estómago como una arcada. Acarició con las plumas su paladar y las pupilas de la chica se hicieron más pequeñas.


Entonces vio a la gente caminando. Eran crías miopes de hurón, vomitando placenta y devorándose unas a otras. La chica sabía que no era real lo que veía. No era real, pero lo veía, y entonces se le hacía muy difícil pensar que no era real. Eran criaturas grandes, y tenían dos dientes rompiéndoles las encías. Entre la piel translúcida y los músculos de los seres, había una linfa burbujeante e incolora. La chica podía ver sus entrañas. Se levantó del banco y se aproximó al más cercano. Aquel repulsivo embrión sufría espasmos. La chica entornó los ojos y se fijó en el cráneo de la criatura. En el hueso occipital había una frase escrita con una caligrafía legible. La chica murmuró algo, y también se dio cuenta de que los hurones tenían cabeza de sapo. Empezaron a croar todos a la vez: "¡La máscara es una calavera!"


La chica gritó, mientras los hurones decían cosas con un estilo grandilocuente. Tiró el libro al suelo y comenzó a dar puñetazos a las bocas anchas y delgadas. Desdeñaba esas vidas menores y babeantes. Destrozaría el mundo porque lo amaba.


El Pájaro Antropoide se metió en su boca. Las plumas mojadas hicieron una masa antes de que la chica lo tragara del todo. La chica parpadeó y alzó las cejas.


Dos personas sangraban muy cerca de ella. Una tenía el labio roto, y la otra la nariz. Había más gente mirándola. La chica empezó a sudar por la frente. Recogió su libro. Por un momentó pensó en los esqueletos de aquellas personas, que estaban en su interior como un hombre calcificado. Un hombre dentro de otro hombre. Le dolía la mano, incluso sangraba también. Una vez escuchó que los líquidos sonreían a los niños. A ella no le gustó ver su sangre, que reflejaba la mirada severa de todas las personas.


Se oyeron sirenas, y el estúpido Pájaro Antropoide se regocijó en su nido.

28 de enero de 2010

La cosecha


Cósima, la niña de pelo de leña, andaba entre hileras de cuerpos colgados cabeza abajo. Le recordaron a las reses muertas y abiertas que vio una vez en la carnicería. Aquellos hombres estaban vivos, pero parecían cadáveres. Tenían los ojos abiertos, y movían las pupilas como si miraran un péndulo, de un lado a otro.


Cósima, la niña de pelo de leña, no vio ninguna cuerda que los mantuviera en vilo. Las sienes duras y azuladas permanecían a metro y medio del suelo, y entre un cuerpo y otro había una distancia de un metro. Estaban perfectamente ordenados. Era una cosecha de hombres.


Un ruido nasal, parecido al croar de una rana, se escuchó a lo lejos. En menos de un minuto, un océano naranja, menos espeso que la lava, descendió por las colinas. Cósima se arremangó su vestido, que era del color de las golondrinas, y sin pensarlo, intentó escalar uno de los cuerpos flotantes. La carne era blanda. Con desesperación, arañó la espalda y las costillas del hombre y trató de encajar el pie en la nuca. Excavó sus mejillas con la punta de su zapato. Los brazos permanecían pegados al cuerpo, como dos asas nervudas. Cósima se agarró al codo y, con esfuerzo, consiguió mantenerse en vilo, introduciendo un pie en la concavidad de la axila. El líquido pasó por debajo de la cosecha de hombres y sus salpicaduras hicieron eco.


Unos minutos después, la tierra absorvió el mar y se quedó húmeda. Cósima permaneció agarrada al tórax, con la mejilla pegada al ombligo frío del hombre. El viento era como un rumor inaudible que le mecía el pelo.

Todo estaba en silencio, como cuando el mal adquiere fuerzas muy cerca de nosotros.

23 de enero de 2010

Silba de nuevo

Los cantos del fondo del río gimen.
Y el crepúsculo pasa al color de los acantilados de piel
de una llaga que se humedece.
Todos los niños nacen sin aversión y sin sospecha,
pero este se ha abierto las venas.

"Vete, vete, sangre.
Y recuerda que una manera de terminar es quedarse de pronto callado."

El niño observa sus muñecas,
y las mueve, y forma regueros sinuosos,
como los cordones de una zapatilla.

La luna es más amable que la última.
Le está preguntando: ¿Qué piensas de la Luna?
Y el niño tiene la sensación de que esa pregunta tiene truco.

Estaba escrito que él se salvaría de la cruz.
Pero el cristal le dijo
que habia pasado muchas noches antes
muriendo como ahora moría,
creyendo y esperando,
esperando bajo ese cielo raso,
esperando una palabra, o un roce, o una dentellada...

Fuera de sus brazos.
El río manchado de vino.
Y las estrellas son como pares de cuerpos innominados.
Y la noche se le precipita por el estómago, como un ratón.
Y se siente culpable por los animales acuáticos,
por mancharles la casa
con su sangre.
La sangre que sale
sin silbidos
de sus muñecas.

17 de enero de 2010

Cuando unió su vida con la de un Demonio

Se sintió dulce e hipnotizado por las estrellas.







Fragmento. Poema de Vicente Huidobro:



Escucha nuestras risas y también nuestro llanto

Escucha los pasos de millones de esclavos.

Escucha la protesta interminable

De esa angustia que se llama hombre.

Escucha el dolor milenario de los pechos de carne

Y la esperanza que renace de sus propias cenizas cada día.

También nosotros te escuchamos

Rumiando tantos astros atrapados en tus redes

Rumiando eternamente los siglos naufragados.


También nosotros te escuchamos

Cuando te revuelcas en tu lecho de dolor,

Cuando tus gladiadores se baten entre sí.

Cuando tu cólera hace estallar los meridianos

O bien cuando te agitas como un gran mercado en fiesta

O bien cuando maldices a los hombres

O te haces el dormido,

Tembloroso en tu gran telaraña esperando la presa.


Lloras sin saber por qué lloras.

Y nosotros lloramos creyendo saber por qué lloramos.

Sufres como sufren los hombres.


Pero soy vagabundo y tengo miedo que me oigas.

Tengo miedo de tus venganzas.

Olvida mis maldiciones y cantemos juntos esta noche.

Hazte hombre te digo como yo a veces me hago mar.

Olvida los presagios funestos.

Olvida la explosión de mis praderas.

Yo te tiendo las manos como flores;

Hagamos las paces te digo.

Tú eres el más poderoso.

Que yo estreche tus manos en las mías

Y sea la paz entre nosotros.


Junto a mi corazón te siento

Cuando oigo el gemir de tus violines.

Cuando estás ahí tendido como el llanto de un niño.

Cuando estás pensativo frente al cielo;

Cuando estás dolorido en tus almohadas;

Cuando te siento llorar detrás de mi ventana...

Cuando lloramos sin razón como tú lloras.

13 de enero de 2010

Segundas Nupcias


Lord Henry Wotton dijo que cuando una mujer se vuelve a casar es porque detesta a su primer marido. En cambio, cuando un hombre vuelve a casarse, es porque adora a su primera esposa.
Álvaro y Carolina llevan dos años viviendo juntos. Ella se ha sentado a su lado y, alumbrada por una lámpara hecha de entrañas, le ha dicho: “Quiero que nos casemos”. Hace ocho, él se casó con Lorena. Mira la cara de Carolina, que siempre le ha parecido demasiado sintética y se da cuenta de que tiene un lunar debajo del ojo derecho. La convivencia con Lorena fue narcótica y dichosa como un sueño atigrado, hasta que un día los árboles volaron y el suelo de galgos grises huyó de sus pies. Él echó de menos las paredes que compartió con Lorena hasta mucho tiempo después de perderlas de vista. Se sintió solo y Carolina llegó con los brazos oliendo a cama devastada justo cuando él creyó poder olvidar a Lorena. No lo hizo, y no pudo volver a ser como antes de encontrarse al muerto en su cabeza. Pero sí enterró el anillo en un sitio que ya no recuerda.
“Quiero que nos casemos”. La mirada cerrada. Sus pendientes de oro alumbran tanto como el sol. Álvaro dice que sí, que claro, que por qué no ¿acaso tenía algo mejor que hacer que quedarse totalmente frío dentro de su traje de chaqué? Nada iba a enseñarle a quererla, pero podría pronunciar la “j” de “mi mujer” de nuevo hasta hacerlo sonar convincente. Siempre le había gustado la declamación teatral. Ella sonríe como si experimentara el infinito, y él piensa que ella ha nacido para disfrazarse de novia.
Llega el día de la boda. Carolina se retrasa más de lo normal, y la melodía de un móvil atraviesa el techo. No es un grito de rebeldía; es una notica que limpia el aire.
Álvaro y los invitados salen del Juzgado. La rotonda está lo suficientemente cerca como para llegar rápidamente. Él va a la cabeza de la turba. Ve a Carolina como una paloma que ha perdido el vuelo, con su vestido de vendas blancas extendido, y la cabeza sangrando. Ha salido despedida del coche nupcial. Debido al severo régimen que inició hace un mes, ahora tiene la cara afilada, y se evidencia su leve prognatismo. Las pantorrillas blancas y rechonchas están obscenamente descubiertas, y la sangre vuelve sus tirabuzones rubios en unas marrones costras que se le pegan a la frente. Está muerta. Con su vestido de novia.
Álvaro busca en los bolsillos de su chaqueta y saca el anillo y se lo pone en el rígido anular, donde brilla parecido a un rasguño de oro. La gente a su alrededor llora como plañideras griegas.
Es uno de esos momentos vitales en los que todo va rápido y sabes que ha terminado un capítulo para empezar otro. Toda la calle, el zumbido de los edificios, las sirenas, el rojo sobre el blanco, la memoria de la carne; todo te dice impaciente que hace frío, que toca nacer de nuevo.
Álvaro levanta los ojos del cadáver de Carolina, atornillado a la muerte, violáceo, desvestido de gloria y prodigios. La novia, esa paloma de nubes, está muerta. Y qué tranquilo está el novio, sin ascuas en el cerebro, y algo menos en el corazón.
Levanta los ojos de Carolina y del obsesivo fluir de la sangre por su rostro. Entonces, detrás de toda esa gente que hace un corro, ve a Lorena y a sus pupilas de zorro joven. En su pelo liso y oscuro queda el último rayo. El marcado y fijo hueco que está encima de sus delgados labios, el vestido de Carolina, las campanas de una Iglesia remota, y el olor de los neumáticos que pasar cerca de la muerta, le crean al Álvaro una ilusión. Retrocede ocho años atrás, a una pequeña capilla de la costa. El sol se aleja en el infinito y los barcos en el mar. Él está diciendo: “Sí quiero”. Y es bastante feliz.