27 de julio de 2010

Es verano.


La casa parece una caja en medio del paisaje. Es verano. Eso se nota en el tronco torcido del desmadejado y único árbol del jardín.


I like a girl with lips like morphine…


Adriana enciende un cigarro del mismo color que su piel. Entre sus muslos hay una lata muy fría de coca cola. Enfrente, en una sillita de madera amarilla, está sentada Caye. Llaman a la puerta. Al principio piensan que es el viento. Ellas mismas se creen a veces que son el viento. Como cuando salen al patio y cada paso les deforma más las faldas arremangadas por la cinturilla. O como cuando caminan por la calle más tarde de las doce y el suelo es naranja y el cielo muy oscuro. En esos casos, Adriana empieza a abrir mucho sus ojos de corneja negra, sus labios parecen más gruesos y en vez de reírse pone una mueca un poco ambigua, como si observara algo delicioso pero momentáneo a lo lejos. A Adriana no le preocupa que la falda se le levante por el trasero.


They can´t sabe us now…


Nuevos golpes en la puerta y dos voces bajas. “Son ellos”. Adriana se arregla los pantaloncitos y la camiseta mientras pone una cara singular, con el cigarro en la boca y los ojos entreabiertos. Entreabiertos y no entrecerrados, porque parece que se esfuerza por abrirlos a pesar del humo que le enrojece los párpados. Luego, sus dedos-pinza arrebatan el pitillo a la boca y se revuelve el pelo opaco. Caye aún se está levantando de la silla cuando la puerta se abre y Jorge y Nico entran en la casa. Atisba una hormiga en la lata de coca cola de Adriana mientras camina hacia ellos. Adriana parece flotar por detrás de sus cabezas. Los dos son delgados. Los dos irradian calor. Uno huele mejor que el otro, pero Caye no sabe cuál, porque los olores pueden intercambiarse a la mínima ocasión. Se pregunta si aquellos chicos no se intercambiarán las caras también alguna vez. Pensar en máscaras le hace acordarse de su cintura, y su cintura, de algo más.


Little runaway girl, do it again, no it again…


Adriana va al baño y Caye va detrás. Cierran la puerta. “¿Tienes miedo?”- pregunta Adriana sin dejar de orinar. “Un poco”. Caye nota los muslos tensos. El chorro fuerte cesa y su amiga arroja el cigarro al retrete antes de tirar de la cisterna. Las dos en el espejo. Tras el ventanuco, están el sol y las nubes color damasco. Ellas están en el espejo, mirándose con sus ojos de vidrio y algo difusos. La Adriana-reflejo se vuelve a la Caye-reflejo y le dice, con una voz que suena a reverberación, que hoy Caye se hará mayor. Y luego ríe con la misma risa punzante, cansada y experta que alienta las fibras de su delgado cuerpo.


Los cuatro están en el caluroso salón. Durante dos horas se envían palabras, silencios que suplantan palabras y besos. Las lenguas se convierten en lodo dentro de las bocas. Caye sabe que olvidará todo esto enseguida.


Sun explodes on my skin, It´s coming now, come on let´s rave. But I drown…


Después, ella y Nico se van a una habitación, entrecruzan las piernas viscosas aún vestidas y pegan sus caras como lo harían contra una ventana. Y Caye sabe que recordará para siempre todo lo siguiente. Sus vaqueros son difíciles de quitar, pero los botones de su blusa son pequeños. Separa las rodillas. Nico es una espalda húmeda y un jadeo tenue como el murmullo de la hierba. Los brazos se han enroscado con los codos. Caye nota que se le abre un agujero en el vientre. El eco de un grito le cae en la boca. Abre los ojos, y sobre su cuerpo hay agua. Tras el dolor, el frío se extiende por ella, la hunde, y le entierra la cara. Nico se está vistiendo y Caye desea que la sangre que gotea se evapore como la niebla. Ve los hombros oscuros de Nico irse de la habitación.

Arriba, en la luna ya, ha dejado olvidadas muchas cosas.

8 de julio de 2010

Agradaré (IV)




Las ramas apenas dejaban entrever el cielo cuando la princesa alzó los ojos. Dos nubes desarraigadas atravesaron el azul. El amanecer trajo una luz voluptuosa y rosa, pero la princesa, en medio del bosque, solo notó el frío que desprendían los troncos endrinos.

Llegó a su castillo, a la puerta, y llamó con un grito impreciso. Después, muchas manos aceitosas la agarraron por los brazos y la arrastraron a la habitación. Su cabeza osciló floja durante el lento ascenso. Sus manos pendían agotadas y a veces trataba de agarrar el eco de aquellas voces desesperadas. Creyó que eran las voces las que la alzaban. Dócilmente, arrimó la mejilla a los rostros húmedos y asustados que querían besarla. Las voces tumbaron a la princesa en la cama y esta adquirió la rigidez de una estatua alabeada y minúscula. Se durmió.

Despertó. Entre los párpados, estaba el caballero inclinado sobre ella. “Señora mía” dijeron aquellos labios descoloridos y severos. La cara, aunque seria, era amable. La princesa notó una náusea fortísima. “¡Ángel! ¿Pero qué te han hecho?” La princesa, que había agarrado un pañuelo marfileño y se lo había llevado a la boca, no podía disimular el asco. Agrio, como un perfume químico, tenía el asco retenido en la garganta. El caballero no sabía interpretar su gesto. Dijo “Descansa, esposa mía”. La princesa se estremeció y miró el sarpullido candente que le comenzaba a jaspear el pecho. Luego contempló a su prometido y dijo con voz taimada que no se casaría con él ni con nadie porque ahora su alma vivía en un reino de soledades profundas. Dijo también que para ella ya no existía el calor del sol renovado, ni los cánticos, ni la dicha. Que renunciaba a la vida para la que nació; la vida de las pompas luminosas y frágiles, la hermosa vida de las princesas, con sus fiestas, su suntuosa melancolía, sus jardines colmados de intrigas y suspiros y sus erupciones de gozo. Y renunciaba por tanto, a su matrimonio con un caballero salvador y a sus futuros hijos, porque ella, decía, ella se había corrompido, y podía convertir el oro en barro con solo tocarlo. El caballero contempló cómo el rostro de la princesa se había endurecido hasta parecer el de otra mujer. Feroz y llena de resplandor, acalló al caballero cuando este, aturdido, quiso protestar. Su voz salió de los labios pletóricos de sangre –de tan rojos- como un cañón que ensordece.

- Yo sólo puedo alejarte de tus venerables leyes. Te ahogaría en mis muros, que son los muros de la nada. En mi corazón llevo lo sombrío del infierno. Nadie quiere unir su vida a la de un demonio, ¿verdad? Mi olor de niña ahora es el hedor de los sepulcros. Me he convertido en algo negro, funesto y roto de escalofríos. Y tú no puedes levantar un peso tan abrumador.

Fue la última vez que la princesa vio al caballero. Él se casó con la primogénita de un rico comerciante genovés. Quiso que los festejos se redujeran a un día, como recuerdo a un alma extraviada de la que no dijo el nombre.

La princesa no volvió a salir de su habitación y llevó desde entonces, a sus veinte años, la vida de una anciana. Sólo de vez en cuando asomaba su dorada cabeza por encima de la barandilla para mirar al Castillo Rojo. Entonces, invariablemente, comenzaba a sollozar. Cuando las convulsiones alcanzaban su cenit, ella siempre terminaba diciendo “¡Yo soy tu igual! ¡Oh, mi rey!” en un gemido tan aterrador que alentaba a los chismosos a cuchichear sobre coqueteos con el diablo.

Un día, el Amo se sentó en medio de su castillo. Ya había completado la cúpula y erigido las torres. El castillo estaba construido y pintado. Repasó los sillares con la mirada y recordó los incontables brazos que habían prestado sus venas. Tanto tiempo y tantas mujeres. Algunas musas, otras amazonas; la mayoría esclavas. Una era princesa.

El Amo se levantó y caminó hasta las mazmorras. Agarró un barril mohoso de una pútrida celda vacía. Salió del castillo y se colocó frente la fachada. Introdujo una mano en el barril, arañó el fondo acorazado de coágulos y extrajo su mano teñida de púrpura. Aplastó la palma contra su pecho iridiscente y dejó su huella. Luego se tiznó los labios con un trémulo sesgo de sus dedos. Continuó embadurnándose la boca hasta emplear toda la sangre de la princesa, la única cosa en su vida que había atesorado.



Dedicó la más ancha y ebria de sus sonrisas al Castillo Rojo y cerró los ojos, desorientado por tan intenso delirio.




FINIS