30 de abril de 2010

Fragmento de Las Olas, Virginia Woolf


Has estado leyendo a Byron recientemente y has subrayado los párrafos que exaltan aquellos sentimientos que se asemejan a los tuyos. Encuentro trazos del lápiz debajo de todos aquellos versos que revelan un temperamento irónico, pero apasionado; una impetuosidad semejante a la de la polilla que se lanza sin vacilar contra la dureza del vidrio. Al pasar la punta del lápiz por aquí, pensabas:

«También yo arrojo la capa así, también yo chasqueo los dedos ante el destino.» Sin embargo, Byron no preparó jamás el té como tú lo haces, llenando de tal modo la tetera que el agua se desborda cuando colocas la tapa y forma sobre tu mesa una laguna parda que corre entre tus libros y papeles. Ahora lo secas torpemente con el pañuelo que has sacado del bolsillo. Y después te vuelves a meter el pañuelo en el bolsillo. No, éste no es Byron. Este eres tú. Este es tan esencialmente tú que si algún día dentro de veinte años pienso en ti, cuando los dos seamos famosos, con gota e inaguantables, te veré en esta escena. Y si has muerto ya, lloraré.

Cierto tiempo hubo en que fuiste un joven Tolstoi. Ahora eres un joven Byron. Y quizás llegue el día en que seas un joven Meredith. Entonces visitarás París durante las vacaciones de Pascua, y volverás con una negra corbata, convertido en el discípulo de cualquier detestable francés de quien nadie ha oído hablar. Entonces romperé contigo. [...]

Pero soy demasiado nervioso para terminar debidamente mis frases. Hablo aprisa, paseando arriba y abajo, para ocultar mi agitación. Me irritan tus pañuelos manchados de grasa. Mancharás tu ejemplar de Don Juan. No me escuchas, Te dedicas a hacer frases sobre Byron. Y mientras tú gesticulas, con tu capa y tu bastón, yo intento revelarte un secreto que a nadie he comunicado todavía. Te pido (ahí en pie y dándote la espalda) que tomes mi vida en tus manos y me digas si es mi destino causar siempre repulsión a quienes amo.

26 de abril de 2010

Phenelope´s sphere

La Niña miró a la figura que se iba con sus ojos, grandes ojos, de eternas claridades. La Niña cerró su boca en un gesto de extraña majestad que tiñó de rojo el empedrado. La figura dobló una esquina, y los rugidos letárgicos hicieron que la Niña se tapase los oídos. La figura desapareció y el rostro de la Niña adquirió el color de una pálida margarita. La inmensidad del día avanzaba, y el amor la estremeció con su tenebrosa brisa.

20 de abril de 2010

El hombre-punto giró su muñeca para decir adiós.

12 de abril de 2010

Miss Manía


El maquillaje de sus párpados se ha corrido y forma grietas. Camina, despeinada, bajo un diluvio de sangre. Miss Manía tiene el limbo en su ombligo y la muerte en su pulso. Esta noche es ausencia, ausencia, ausencia. Aspersor de nervios. Muda de piel. Ahora es cáscara y ahora es cuerno. En el aire cuelga una espiral humeante de desolación. El pensamiento se clava como una espina en su garganta de granito. Su vida respira lágrimas. La luz de la bombilla es un verdugo. La sepultan los embriones de los días, y le escuece pensar. Ella es las vacilaciones de su porvenir. Y es el Grito.
La oscuridad se hace más densa y estrecha, y la felicidad se exilia para siempre de su reino helado. La ansiedad, sorda y poliforme, se hace vidrio en sus venas.

Calígula - Escena XII

ESCIPIÓN. Vamos, Cayo, todo esto es inútil. Ya sé que has elegido.
CALÍGULA. Déjame.
ESCIPIÓN. Te dejaré, sí, porque creo haberte comprendido. Ni para ti ni para mí, que me parezco tanto a ti, hay ya salida. Voy a marcharme muy lejos a buscar las razones de todo esto. (Pausa; mira a Calígula. Con fuerte acento.) Adiós, querido Cayo. Cuando todo haya terminado, no olvides que te he querido. (Sale.)
Calígula lo mira. Hace un ademán. Pero se sacude brutalmente y vuelve junto a Cesonia.
CESONIA. ¿Qué dijo?
CALÍGULA. No está a tu alcance.
CESONIA. ¿En qué piensas?
CALÍGULA. En aquél. Y en ti también. Pero es lo mismo.
CESONIA. ¿Qué pasa?
CALÍGULA (mirándola). Escipión se ha marchado. He terminado con la amistad. Pero me pregunto por qué estás tú todavía....
CESONIA. Porque te gusto.
CALÍGULA. No. Si te hiciera matar, creo que comprendería.
CESONIA. Sería una solución. Hazlo, pues. ¿Pero no puedes, siquiera por un minuto, despreocuparte y vivir libremente?
CALÍGULA. Hace ya varios años que me ejercito en vivir libremente.
CESONIA. No es así como lo entiendo. Compréndeme. Puede ser tan bueno vivir y amar en la pureza del propio corazón.
CALÍGULA. Cada uno se gana la pureza como puede. Yo, persiguiendo lo esencial. Nada de eso me impide, por lo demás, hacerte matar. (Ríe.) Sería la coronación de mi carrera.
Calígula se levanta y hace girar el espejo. Camina en círculo, con los brazos colgando, casi sin ademanes, como un animal.
CALÍGULA. Es curioso. Cuando no mato, me siento solo. Los vivos no bastan para poblar el universo y alejar el tedio. Cuando estáis todos aquí, me hacéis sentir un vacío sin medida donde no puedo mirar. Sólo estoy bien entre mis muertos. (Se planta frente al público, un poco inclinado hacia adelante, olvidado de Cesonia.) Ellos son verdaderos. Son como yo. Me esperan y me apremian. (Menea la cabeza.) Tengo largos diálogos con este y aquel que me gritó pidiendo gracia y a quien hice cortar la lengua.
CESONIA. Ven. Tiéndete a mi lado. Apoya la cabeza en mis rodillas. (Calígula obedece.) Estás bien. Todo está en silencio.
CALÍGULA. ¡Silencio! Exageras. ¿No oyes el ruido de hierros? (Ruidos.) ¿No adviertes esos mil rumores que revelan el odio al acecho? (Rumores.)
CESONIA. Nadie se atrevería...
CALÍGULA. Sí: la estupidez.
CESONIA. La estupidez no mata. Da cordura.
CALÍGULA. Es asesina, Cesonia. Es asesina cuando se considera ofendida. ¡Oh!, no me asesinarán aquellos cuyos padres o hijos he matado. Ellos han comprendido. Están conmigo, tienen el mismo gusto en la boca. Pero estoy indefenso contra la vanidad de los otros: aquellos de quienes me he burlado, a quienes he puesto en ridículo.
CESONIA (Con vehemencia). Te defenderemos nosotros; todavía somos muchos que te queremos.
CALÍGULA. Cada vez sois menos. Hice todo lo posible para que así fuera. Y además, seamos justos, no sólo está en mi contra la estupidez; también lo están la lealtad y el coraje de los que quieren ser felices.
CESONIA (Siempre vehemente). No, no te matarán. O entonces algo venido del cielo los aniquilará antes de que te hayan tocado.
CALÍGULA. ¡Del cielo! No hay cielo, pobre mujer. (Se sienta.) ¿Pero por qué tanto amor, de
pronto? No está en nuestras costumbres.
CESONIA (Que se ha puesto de pie y camina). ¿No basta entonces verte matar a los demás; hay que saber también que te matarán? ¿No basta recibirte cruel y desgarrado, sentir tu olor a crimen cuando te apoyas en mi vientre? Cada día veo morir un poco más en ti la apariencia humana. (Se vuelve hacia él.) Soy fea y casi vieja, lo sé. Pero tanto me preocupas, que a mi alma no le importa ya que no me ames. Sólo quisiera verte sano, a ti, que aún eres un niño. ¡Toda una vida por delante! ¿Y qué pedir que sea más grande que toda una vida?
CALÍGULA (Se levanta y la mira). Hace ya mucho que estás aquí.
CESONIA. Es cierto. Pero me conservarás a tu lado, ¿verdad?
CALÍGULA. No lo sé. Sólo sé por qué estás aquí: por todas aquellas noches en que el placer era agudo y sin alegría, y por todo lo que conoces de mí. (La toma en sus brazos y con la mano le echa la cabeza un poco hacia atrás.) Tengo veintinueve años. Es poco. Pero en esta hora en que mi vida me parece, sin embargo, tan larga, tan cargada de despojos, en fin, tan cumplida; eres el último testigo. Y no puedo evitar cierta ternura vergonzante por la vieja que serás.
CESONIA. ¡Dime que quieres conservarme a tu lado!
CALÍGULA. No lo sé. Sólo tengo conciencia, y esto es lo más terrible, de que esta ternura vergonzante es el único sentimiento puro que la vida me haya dado hasta ahora.
Cesonia se desprende de sus brazos, Calígula la sigue. Ella pega la espalda contra él, que la abraza.
CALÍGULA. ¿No sería mejor que el último testigo desapareciera?
CESONIA. Eso no tiene importancia. Me hace feliz lo que me has dicho. ¿Pero por qué no puedo compartir esta felicidad contigo?
CALÍGULA. ¿Quién te dijo que no soy feliz?
CESONIA. La dicha es generosa. No vive de destrucciones.
CALÍGULA. Entonces hay dos clases de dicha y yo elegí la de los asesinos. Porque soy feliz. Hace tiempo creí alcanzar el límite del dolor. Pues bien, no, todavía es posible ir más lejos. En el confín de esta comarca hay una felicidad estéril y magnífica. Mírame.
Cesonia se vuelve hacia él.
CALÍGULA: Me río, Cesonia, cuando pienso que durante varios años Roma entera evitó pronunciar el nombre de Drusila. Porque Roma se equivocó durante esos años. El amor no me basta; eso es lo que comprendí entonces. Es lo que comprendo también hoy, al mirarte. Porque amar a una persona es aceptar envejecer con ella. No soy capaz de este amor. Drusila vieja era mucho peor que Drusila muerta. Es habitual la creencia de que un hombre sufre porque la persona a quien amaba muere un día. Pero su verdadero sufrimiento es menos fútil: es advertir que tampoco la pena dura. Hasta el dolor carece de sentido. Ya ves, no tenía excusas; ni siquiera la sombra de un amor, ni la amargura de la melancolía. No tengo coartada. Pero hoy soy más libre que hace años, libre del recuerdo y de la ilusión. (Ríe apasionadamente.) ¡Sé que nada dura! ¡Saber esto! Sólo dos o tres en la historia hemos hecho esta experiencia, hemos realizado esta felicidad demente. Cesonia, has seguido hasta el fin una tragedia muy curiosa. Es hora de que caiga para ti el telón.
Pasa de nuevo tras ella y desliza el antebrazo en torno al cuello de Cesonia.
CESONIA: (Con espanto). ¿Acaso es la felicidad esa libertad espantosa?
CALÍGULA: (Apretando poco a poco con el brazo la garganta de Cesonia). Tenlo por seguro,
Cesonia. Sin ella hubiera sido un hombre satisfecho. Gracias a ella, he conquistado la divina clarividencia del solitario. (Se exalta cada vez más, estrangulando poco a poco a Cesonia, quien se entrega sin resistencia, con las manos un poco tendidas hacia adelante. El le habla, inclinado, al oído.) Vivo, mato, ejerzo el poder delirante del destructor, comparado con el cual el del creador parece una parodia. Eso es ser feliz. Esa es la felicidad: esta insoportable liberación, este universal desprecio, la sangre, el odio a mi alrededor, este aislamiento sin igual del hombre que tiene toda su vida bajo la mirada, la alegría desmedida del asesino impune, esta lógica implacable que trituravidas humanas (ríe), que te tritura, Cesonia, para lograr por fin la soledad eterna que deseo.
CESONIA: (Debatiéndose débilmente). ¡Cayo!
CALÍGULA (Cada vez más exaltado). No, nada de ternura. Hay que terminar, el tiempo
apremia. ¡El tiempo apremia, querida Cesonia!
Cesonia agoniza, Calígula la arrastra hasta el lecho, donde la deja caer.
CALÍGULA: (mirándola con ojos extraviados; con voz ronca). Y tú también eras culpable.
Pero matar no es la solución.




Albert Camus, Calígula

4 de abril de 2010

Un sofisticado saco

No hay yo mismo.

El escritor está desnudo.

Quiere encontrarse. Ser él mismo.

Quiere roerse los huesos hasta dar con su estilo.

No encuentra nada,

porque no hay yo mismo.

Los hombres, más allá de su palabra y su perfume,

están hechos de sacos desmadejados.

En su pelo lacio; en su ser vertebrado; en su sordera; en sus costillas,

no encontrará la inspiración.

En sus manos no hay nada escrito.

En sus tripas no hay nada digno de ser plagiado.

El verdadero yo del escritor debe estar sepultado por otro yo ficticio,

o escribirá su pelado cráneo por él.