28 de enero de 2010

La cosecha


Cósima, la niña de pelo de leña, andaba entre hileras de cuerpos colgados cabeza abajo. Le recordaron a las reses muertas y abiertas que vio una vez en la carnicería. Aquellos hombres estaban vivos, pero parecían cadáveres. Tenían los ojos abiertos, y movían las pupilas como si miraran un péndulo, de un lado a otro.


Cósima, la niña de pelo de leña, no vio ninguna cuerda que los mantuviera en vilo. Las sienes duras y azuladas permanecían a metro y medio del suelo, y entre un cuerpo y otro había una distancia de un metro. Estaban perfectamente ordenados. Era una cosecha de hombres.


Un ruido nasal, parecido al croar de una rana, se escuchó a lo lejos. En menos de un minuto, un océano naranja, menos espeso que la lava, descendió por las colinas. Cósima se arremangó su vestido, que era del color de las golondrinas, y sin pensarlo, intentó escalar uno de los cuerpos flotantes. La carne era blanda. Con desesperación, arañó la espalda y las costillas del hombre y trató de encajar el pie en la nuca. Excavó sus mejillas con la punta de su zapato. Los brazos permanecían pegados al cuerpo, como dos asas nervudas. Cósima se agarró al codo y, con esfuerzo, consiguió mantenerse en vilo, introduciendo un pie en la concavidad de la axila. El líquido pasó por debajo de la cosecha de hombres y sus salpicaduras hicieron eco.


Unos minutos después, la tierra absorvió el mar y se quedó húmeda. Cósima permaneció agarrada al tórax, con la mejilla pegada al ombligo frío del hombre. El viento era como un rumor inaudible que le mecía el pelo.

Todo estaba en silencio, como cuando el mal adquiere fuerzas muy cerca de nosotros.

23 de enero de 2010

Silba de nuevo

Los cantos del fondo del río gimen.
Y el crepúsculo pasa al color de los acantilados de piel
de una llaga que se humedece.
Todos los niños nacen sin aversión y sin sospecha,
pero este se ha abierto las venas.

"Vete, vete, sangre.
Y recuerda que una manera de terminar es quedarse de pronto callado."

El niño observa sus muñecas,
y las mueve, y forma regueros sinuosos,
como los cordones de una zapatilla.

La luna es más amable que la última.
Le está preguntando: ¿Qué piensas de la Luna?
Y el niño tiene la sensación de que esa pregunta tiene truco.

Estaba escrito que él se salvaría de la cruz.
Pero el cristal le dijo
que habia pasado muchas noches antes
muriendo como ahora moría,
creyendo y esperando,
esperando bajo ese cielo raso,
esperando una palabra, o un roce, o una dentellada...

Fuera de sus brazos.
El río manchado de vino.
Y las estrellas son como pares de cuerpos innominados.
Y la noche se le precipita por el estómago, como un ratón.
Y se siente culpable por los animales acuáticos,
por mancharles la casa
con su sangre.
La sangre que sale
sin silbidos
de sus muñecas.

17 de enero de 2010

Cuando unió su vida con la de un Demonio

Se sintió dulce e hipnotizado por las estrellas.







Fragmento. Poema de Vicente Huidobro:



Escucha nuestras risas y también nuestro llanto

Escucha los pasos de millones de esclavos.

Escucha la protesta interminable

De esa angustia que se llama hombre.

Escucha el dolor milenario de los pechos de carne

Y la esperanza que renace de sus propias cenizas cada día.

También nosotros te escuchamos

Rumiando tantos astros atrapados en tus redes

Rumiando eternamente los siglos naufragados.


También nosotros te escuchamos

Cuando te revuelcas en tu lecho de dolor,

Cuando tus gladiadores se baten entre sí.

Cuando tu cólera hace estallar los meridianos

O bien cuando te agitas como un gran mercado en fiesta

O bien cuando maldices a los hombres

O te haces el dormido,

Tembloroso en tu gran telaraña esperando la presa.


Lloras sin saber por qué lloras.

Y nosotros lloramos creyendo saber por qué lloramos.

Sufres como sufren los hombres.


Pero soy vagabundo y tengo miedo que me oigas.

Tengo miedo de tus venganzas.

Olvida mis maldiciones y cantemos juntos esta noche.

Hazte hombre te digo como yo a veces me hago mar.

Olvida los presagios funestos.

Olvida la explosión de mis praderas.

Yo te tiendo las manos como flores;

Hagamos las paces te digo.

Tú eres el más poderoso.

Que yo estreche tus manos en las mías

Y sea la paz entre nosotros.


Junto a mi corazón te siento

Cuando oigo el gemir de tus violines.

Cuando estás ahí tendido como el llanto de un niño.

Cuando estás pensativo frente al cielo;

Cuando estás dolorido en tus almohadas;

Cuando te siento llorar detrás de mi ventana...

Cuando lloramos sin razón como tú lloras.

13 de enero de 2010

Segundas Nupcias


Lord Henry Wotton dijo que cuando una mujer se vuelve a casar es porque detesta a su primer marido. En cambio, cuando un hombre vuelve a casarse, es porque adora a su primera esposa.
Álvaro y Carolina llevan dos años viviendo juntos. Ella se ha sentado a su lado y, alumbrada por una lámpara hecha de entrañas, le ha dicho: “Quiero que nos casemos”. Hace ocho, él se casó con Lorena. Mira la cara de Carolina, que siempre le ha parecido demasiado sintética y se da cuenta de que tiene un lunar debajo del ojo derecho. La convivencia con Lorena fue narcótica y dichosa como un sueño atigrado, hasta que un día los árboles volaron y el suelo de galgos grises huyó de sus pies. Él echó de menos las paredes que compartió con Lorena hasta mucho tiempo después de perderlas de vista. Se sintió solo y Carolina llegó con los brazos oliendo a cama devastada justo cuando él creyó poder olvidar a Lorena. No lo hizo, y no pudo volver a ser como antes de encontrarse al muerto en su cabeza. Pero sí enterró el anillo en un sitio que ya no recuerda.
“Quiero que nos casemos”. La mirada cerrada. Sus pendientes de oro alumbran tanto como el sol. Álvaro dice que sí, que claro, que por qué no ¿acaso tenía algo mejor que hacer que quedarse totalmente frío dentro de su traje de chaqué? Nada iba a enseñarle a quererla, pero podría pronunciar la “j” de “mi mujer” de nuevo hasta hacerlo sonar convincente. Siempre le había gustado la declamación teatral. Ella sonríe como si experimentara el infinito, y él piensa que ella ha nacido para disfrazarse de novia.
Llega el día de la boda. Carolina se retrasa más de lo normal, y la melodía de un móvil atraviesa el techo. No es un grito de rebeldía; es una notica que limpia el aire.
Álvaro y los invitados salen del Juzgado. La rotonda está lo suficientemente cerca como para llegar rápidamente. Él va a la cabeza de la turba. Ve a Carolina como una paloma que ha perdido el vuelo, con su vestido de vendas blancas extendido, y la cabeza sangrando. Ha salido despedida del coche nupcial. Debido al severo régimen que inició hace un mes, ahora tiene la cara afilada, y se evidencia su leve prognatismo. Las pantorrillas blancas y rechonchas están obscenamente descubiertas, y la sangre vuelve sus tirabuzones rubios en unas marrones costras que se le pegan a la frente. Está muerta. Con su vestido de novia.
Álvaro busca en los bolsillos de su chaqueta y saca el anillo y se lo pone en el rígido anular, donde brilla parecido a un rasguño de oro. La gente a su alrededor llora como plañideras griegas.
Es uno de esos momentos vitales en los que todo va rápido y sabes que ha terminado un capítulo para empezar otro. Toda la calle, el zumbido de los edificios, las sirenas, el rojo sobre el blanco, la memoria de la carne; todo te dice impaciente que hace frío, que toca nacer de nuevo.
Álvaro levanta los ojos del cadáver de Carolina, atornillado a la muerte, violáceo, desvestido de gloria y prodigios. La novia, esa paloma de nubes, está muerta. Y qué tranquilo está el novio, sin ascuas en el cerebro, y algo menos en el corazón.
Levanta los ojos de Carolina y del obsesivo fluir de la sangre por su rostro. Entonces, detrás de toda esa gente que hace un corro, ve a Lorena y a sus pupilas de zorro joven. En su pelo liso y oscuro queda el último rayo. El marcado y fijo hueco que está encima de sus delgados labios, el vestido de Carolina, las campanas de una Iglesia remota, y el olor de los neumáticos que pasar cerca de la muerta, le crean al Álvaro una ilusión. Retrocede ocho años atrás, a una pequeña capilla de la costa. El sol se aleja en el infinito y los barcos en el mar. Él está diciendo: “Sí quiero”. Y es bastante feliz.

10 de enero de 2010


En la noche más larga del año, Caperucita dejó caer su capa roja.

2 de enero de 2010

El devorador de hombres


Imagínate que no tienes nada salvo tu destino.

Imagínate que te sientas en el útero del mundo,

acostumbrado a que la gente se enfurezca cuando hablas,

y de pronto te conviertes en devorador de hombres.

Los estudias individualmente y en enjambre.

Tú con tus botones brillantes,

y los demás desnudos.

Te sientas allí, en la ecuación vital,

donde tu signo es el infinito.

Afuera, siempre afuera.

Y cuando encuentras el máximo equivalente,
encuentras nada;

Nada.

En los mundos intocados, en los mundos no vistos;

En los mundos no natos y perdidos para siempre.