10 de febrero de 2010

Tokyo


Tokyo resultó ser menos impresionante de lo que esperaba. Se lo dije a Rangiku, y ella sacudió la cabeza. Pude ver su sonrisa un momento, más hermosa que sana; más filamentosa que limpia.


En el hotel, Rangiku y sus bragas rosas me esperaban sobre la cama. Arrugamos las sábanas con nuestras respiraciones de tigre y de mosca. Me asomé a sus ojos y vi una habitación con dosel y civilización, que me hizo avergonzarme de mi encarnadura de monstruo. El sexo para ella era un pájaro, cuando para todo el mundo era un reptil. Su piel era un cristal lechoso que no sudaba. El temblor de sus pechos. Su boca de sal, como una herida de olor metálico. Me tumbé bocarriba, cansado como si hubiera luchado; muerto como un hueso y sin nada de inspiración.



Rangiku estaba casada, pero hacía quince años que no veía a su marido. Vivieron en Nihonbashi, y ella estaba segura de que él seguía allí como hasta entonces: asustádose de sus propias manos y picoteándo el asfalto japonés, que parece lodo seco.




Rangiku solía decir que no había carta de amor más bonitas que las que Joyce escribia a su mujer. Yo le escribí una carta erótico-preciosa del estilo. Ella se rió al leerla y me dijo que, de entrada, "yo no era inglés." Y ella tampoco era mi mujer, pero bueno.




El último día fuimos a Hinomisaki a ver el mar. Ella se sentó. Tenía las menudas pantorrillas al aire e iba descalza. La mujer pequeña, suavemente transparente, adolescente, silenciosa. Y su velo de pelo negro como la concha de un caracol. Yo rompí a llorar y no pude parar. "Así es como llora un hombre medieval." Dije, casi babeando. Ella no me miraba. Le agradecí que no me preguntase por qué lloraba.




Lo que nos decía aquel mar desalentado es que ese sería nuestro último verano juntos. Ella lo supo, desmembrando un alga seca que encontró en la arena, muy callada y muy quieta, como un poema submarino. Yo lo supe con mi blasfemia más pobre. Con el llanto.


2 comentarios:

bufon enbobado dijo...

todos quisieramos ser ese ultimo samurai, llacer junto a una mujer de piel blanca, que no suda como los hombres y que se parece mas a una diosa que cualquier pintura.
Soñar soñar soñar, de este sueño no me quiero despertar

Anónimo dijo...

El amor marca a algunos; a otros, los destruye.