31 de marzo de 2009

Miasma

Toda esa masa de edificios grita enfrente de mi ventana. En este reino de hormigón, la masa chisporrotea como hormigas ardiendo. Para las calles y para el smog somos a un monstruo de millones de cabezas áridas.
Me tratan como a una res sedienta esas viviendas sucias... pretenden que me ahogue en la generalidad, en el metro, en los urinarios públicos, en las grandes concentraciones sudorosas y en su dolor conjunto de esclavos. Resignación y sus espaldas cargadas. ¡Son mulos! Y mientras yo... yo soy un águila negro. Un dios que se eleva entre himenópteros insignificantes. Lo soy sólo por no considerarme igual que ellos.
Que fuma y mira tras un cristal.
Muchas veces, en el espejo, descubro la sombra del asco en mi boca. Y mi andar rezuma cansancio. Ando despacio como quien se cuida de no mancharse los zapatos en aguas nauseabundas.
Los miasmas de la humanidad no me dejan dormir.
Vuelvo la cabeza, y descubro a una mujer. Su hedor a hembra hace que me acerque. Tiene un sueño inquieto, allí metida en mi cama, apenas tapada por una raída manta verde. Verdosas son las venas que surcan su cuerpo blando y enjuto. Verdosas son las charcas de sus ojos.
Ayer busqué en sus ojos bovinos, bovinos de no ser verdes, un alma que redimiera este mundo infecto. Y no encontré nada dentro de aquel cuerpecillo casi impúber, solo cenizas húmedas que me hicieron temblar.
Apenas calmaron mi hambre sus gemidos mutilados, lloré como lloro ahora. La noche es la bóveda en cuyo suelo millones de cadáveres se pudren. ¿Y alguien se imagina lo que es ver eso a todas horas, al asomarse por la ventana?


La Musa Enferma

Mi Pobre musa, ¡Ay! ¿qué tienes este día?
Pueblan tus vacuos ojos las visiones nocturnas,
Y alternándose veo reflejarse en tu tez
La locura y el pánico, fríos y taciturnos.

¿El súcubo verdoso y el rosado diablillo
El miedo te han vertido, y el amor, de sus urnas?
¿Con su puño te hundieron las foscas pesadillas
En el fondo de algún fabuloso Minturno?

Quisiera que, exhalando un saludable olor,
Tu seno de ideas fuertes se viese frecuentado
Y tu cristiana sangre fluyese en olas rítmicas,

Como los sones múltiples de las sílabas viejas
Donde, reinan Por turno Febo, padre del canto,
Y el gran Pan, cuyo imperio se extiende por las mieses.

Charles Baudelaire


15 de marzo de 2009

Capítulo I

La niebla quería ocultar, llena de premura y pudor, aquella tarde de miércoles. El miércoles es un día enfermizo, como todos los niños que nacen en miércoles, y ella, la niebla, como una madre avergonzada de la enjutez de su hijo frente a otros más hermosos, procuraba cubrir sus miembros descarnados, como disimulando, pero dolida consigo misma por enfadarse con su hijo enquencle sin que éste tuviese la culpa de su tenuidad.
Había un niño sentado en un banco, frente a esa esquina de los estanques donde se acumulan las hojas como cadáveres hinchados. Era delgado, y una gruesa bufanda, como una boa de marabú, no sólo le cubría el cuello por completo, sino también los estrechos hombros, con lo que la cabeza -pálida, fina y bella- parecía un óvalo luminoso coronando una colina. Los ojos vigilantes, silenciosos, parecían sufrir, como si el panorama que veían los llenaran de oscuras reflexiones.
Observaba jugar a otros niños; esos juegos infantiles cargados de sencillo heroísmo, sin trascendencias a largo plazo, pero apasionados, lleno de impetuosos chillidos, coacciones, aliados y enemigos, hazañas épicas, benignidades y envidias...
Donde cualquier ojo vería un despreocupado entretenimiento, una libre y evadida creación, el niño del banco, que respondía por el nombre de Diego pero se llamaba a sí mismo Zaro, presenciaba una complicada urdimbre de conspiración, menosprecio y lucha. "Las cosas de niños" por ser "cosas de niños" quedaban incólumes, tenían indulgencia plenaria ante cualquier censura o desaprobación; los padres no iban a limitar las fantasías de sus hijos, aunque fuesen crueles, de hecho, entrar en aquel subsuelo de ficciones infantiles y códigos ignotos implicaba zambullirse en un vago terreno en el que no estaban dispuestos a entrar, como si al hacerlo,emponzoñaran todo el universo que habían creado entre los columpios. Y así, como defendiendo de toda alteración un ecosistema en riesgo, se mantenían alejados, relacioñandose con otros padres, contentándose en dirigir alguna mirada ciega e incosciente al lugar donde los niños jugaban.
***

8 de marzo de 2009

Volver



Carlos Gardel, Volver

Yo adivino el parpadeo
De las luces que a lo lejos
Van marcando mi retorno

Son las mismas que alumbraron
Con sus pálidos reflejos
Hondas horas de dolor

Y aunque no quise el regreso
Siempre se vuelve al primer amor

La vieja calle donde el eco dijo
Tuya es su vida, tuyo es su querer
Bajo el burlón mirar de las estrellas
Que con indiferencia hoy me ven volver...

Volver
Con la frente marchita
Las nieves del tiempo
Platearon mi sien.

Sentir
Que es un soplo la vida
Que veinte años no es nada
Que febril la mirada
Errante en las sombras
Te busca y te nombra

Vivir
Con el alma aferrada
A un dulce recuerdo
Que lloro otra vez.

Tengo miedo del encuentro
Con el pasado que vuelve
A enfrentarse con mi vida

Tengo miedo de las noches
Que pobladas de recuerdos
Encadenan mi soñar

Pero el viajero que huye
Tarde o temprano detiene su andar

Y aunque el olvido que todo destruye
Haya matado mi vieja ilusión
Guardo escondida una esperanza humilde
Que es toda la fortuna de mi corazón...

Volver
Con la frente marchita
Las nieves del tiempo
Platearon mi sien.

Sentir
Que es un soplo la vida
Que veinte años no es nada
Que febril la mirada
Errante en las sombras
Te busca y te nombra

Vivir
Con el alma aferrada
A un dulce recuerdo
Que lloro otra vez.

5 de marzo de 2009

Omega

Fue a esas horas "claras" de la noche, cuando el reflejo de la luna parece ser sempiterno y más claro que el del amanecer.
Como diría Larkin, fue en aquella hora en la que los vientos errantes agitan la oscuridad.
Laia esperaba encontrar a un enorme gusano fumador en cada portal, ya que las nubes no eran nubes, si no humo abigarrado.
Vio al hombre, difuso, bajo una farola. Se acercó. Miró dos pupilas dilatadas, parecidas a escudos de obsidiana, y aproximó su boca temblorosa a la de él. El quiso hablar. Laia notó como los labios tintados de amarillo por la luz de la farola se contraían. Quizá protestaban. Ella le mandó callar como a un niño insolente.
-"¿Quieres decirme algo?"
Las serpientes del iris se retorcían obsesivamente. Él musitó un "no" asfixiado.
- Entonces yo no quiero oír nada.
***
Pasó el tiempo. Los viejos suspiraban cuando los veían besarse. Ellos sabían que resultaban eurrítmicos; parecían dos gemelos astrales. Cuando se sonreían, eran eléctricos y cuando estaban tristes (se contagiaban) ambos se volvían trasparentes. Al tocarse, un brevísimo roce de los dedos, se originaba un fragoroso estallido en torno a suyo, como si miles de palomas celestes echaran el vuelo.
Les encantaba sentarse en el suelo y atribuirle formas reconocibles al soso y blanco gotelé. Además, ambos juraban proceder de otra dimensión. Entonces se reían y juntaban las manos. Laia se retiraba el pelo del cuello porque le daba calor y él le besaba con calma las muñecas, sobre una cama insulsa de hojas.
***
Un día Laia se apoyó los pies, aún dormidos, en el suelo. Había soñado con una paloma de ocho alas.
Él se había ido.
Laia buscó razones en su memoria apolillada, en las paredes y en el armario. Recordó que no tenía nada que recordar y rezó las infantiles y casi olvidadas oraciones que había aprendido en su niñez. ¿Para qué? No lo sabía. Pero pidió que él volviera hasta que se le agotó la voz en sollozos contritos.
¿dóndeestádóndeestádóndeestá?
Luego se sentó en la cama. Las pestañas se pegaban unas con otras, húmedas. Formaban esbeltas pirámides y un collar translúcido de lágrimas vestía su cuello.

Fue al baño y regresó.
Primera, segunda y tercera pastilla. Luego media docena y algunas más.
Se le escurrió el bote de la mano húmeda y temblorosa. Alargó el brazo para recuperarlo. La vida parecía un sendero tenebroso a sus espaldas. Y los recuerdos, bancos erráticos de niebla.
Pensó en la noche alfa sin ganas, llena de derrota, cuando se conocieron. Un nimio hecho que había olvidado le causó una angustia tal que decidió paliar con más píldoras. Ya sin aliento para avergonzarse, se vio a ella misma acallando algo que él iba a decir y no dijo. Estaba segura, ahora, hundida en las sábanas ásperas y mojadas de sudor, que él iba a decir "te mataré si te acercas. Morirás por mi causa". Pero ella enterró la advertencia aproximando a él sus rodillas y sus muñecas desgastadas.
La habitación parecía desprender frío. Parecía cruel. Era cruel. Laia se redujo a dos manos que se aferraban al delgado colchón, obcecadas.

Las dos pupilas estrelladas quedaron abiertas y
la última píldora
entre sus labios transidos,
sin tragar.