30 de diciembre de 2009

En un tiempo pensé...


En un tiempo pensé que ser humano era el objetivo más alto que podía tener un hombre, pero ahora veo que estaba destinado a destruirme. Hoy me siento orgulloso al decir que soy "inhumano" que no pertenezco a los hombres ni a los gobiernos, que no tengo nada que ver con credos ni principios. No tengo nada que ver con la maquinaria crujiente de la humanidad: ¡Pertenezco a la tierra!. Digo esto con la cabeza reclinada en la almohada y siento los cuernos que me brotan en las sienes. Veo a mi alrededor a todos esos antepasados míos bailando en torno a la cama, consolándome, incitándome, flagelándome con sus lenguas viperinas, sonriéndome y mirándome de reojo con sus siniestras calaveras. ¡SOY INHUMANO!. Lo digo con una sonrisa demente, alucinada y voy a seguir diciéndolo aunque lluevan cocodrilos. Tras mis palabras se encuentran todas esas calaveras siniestras que sonríen y miran de reojo, unas muertas y sonriendo hace mucho tiempo, otras sonriendo como si tuvieran trismo, otras sonriendo con la mueca de una sonrisa, el sabor anticipado y las consecuencias de lo que ocurre siempre. Más clara que nada veo mi propia calavera sonriente, veo el esqueleto bailando al viento, serpientes saliendo de la lengua podrida y las ampulosas páginas de éxtasis sucias de excrementos.


Un hombre que pertenezca a esa raza ha de subir al lugar más alto y arrancarse las entrañas, mientras pronuncia palabras incoherentes. ¡Está bien y es justo, porque debe hacerlo! y todo lo que se quede corto con respecto a ese espectáculo espantoso, todo lo que sea menos escalofriante, menos aterrador, menos demencial, menos embriagador, menos contagioso, no es arte. El resto es falso. El resto es humano. El resto corresponde a la vida y a la ausencia de la vida.


Henry Miller

20 de diciembre de 2009

Cuarto menguante

Sus ojos de cuarto menguante no pueden dormir
Y brechas, como las de la arena seca,
se abren en su cama.
La luna gira sobre sí misma e intenta morderse.
Desde sus labios, que son unas gavetas de vino rojo;
desde sus labios mira la espalda
que está a su lado
casi tan inmóvil como el pecho de aquel cisne muerto.
Hasta mañana,
hasta mañana no apartarán las sábanas.
Ahora es de noche. Y puede contar los minutos claramente.
Ella apoya su sueño en la almohada,
y desea olvidarse de estar despierta.
Se ha deshojado en estos veinte años.
Las arrugas, las brechas, las canteras de carne ilusionada...
esa fue su vida. Y está cambiando. Ahora es un espectáculo de acróbatas trágicos.
La existencia de él se le escurre
entre los brazos.
El castillo hecho de puntos
ve morir sus escalones en una cama congelada.
La bella, la víctima, la madre
llora un poco,
y descose para ella sola una nube
como una bolsita de tristeza.

19 de diciembre de 2009

En la última gruta


Sueño que te veo superpuesta indefinidamente a ti misma
Estás sentada sobre el alto taburete de coral
Delante de tu espejo siempre en su cuarto creciente
Dos dedos sobre el ala de agua del peine.
Y al mismo tiempo
Regresas de un viaje te quedas la última en la gruta
Rezumante de relámpagos.
No me reconoces.
Estás tendida en el lecho te despiertas o te duermes
Te despiertas donde te dormiste o en cualquier otra parte.
Estás desnuda todavía rebota la bala de saúco
Mil balas de saúco murmuran sobre ti
Tan ligeras que en cada instante tú las ignoras.
Andre Bretón

5 de diciembre de 2009

En el salón.

Jesus and Mary Chain suenan ahogados tras la puerta.
Juan deja de oírlos cuando abre.
No llega a entrar. Carne pálida, temblando como una llama, le abofetea los ojos.
Los dos cuerpos forman una araña. Sofía estaba debajo, derretida. Ese flujo, esa náusea, esas tiras... abierta su obscena boca roja; eclipsado su cuerpo por una espalda. El miriápodo sigue sus vaivenes elípticos. Sus espantosos gemidos se estampan contra los muebles.
Juan quiere cerrar la puerta. Sofía abre los ojos. Se incorpora. El pelo se le abre como un abanico al revés. Los mechones se pegan al cuello húmedo y coloreado. Los siameses se separan.
Juan cerra la puerta y se queda de pie en el pasillo.

Salen de la habitación. El hombre mira a Juan y sale de la casa. Juan no mira a nadie. Se sienta en el sofá. Ella, poco después, también. Tiene las mejillas rojas, el cuello mordido, y la camiseta del revés.

Él llora en silencio. Recoge el resplandor de varios años; lo mira, y llora. Su mente está suspendida, como una mota de polvo en un rayo de sol. En su pecho, nota su doble corazón ahorcado. ¿Ha sido amor o miseria? Ahora sólo quiere descansar en un sueño sin márgenes...
Se muere, y Sofía es preciosa. Se muere por ella, pero ella le cuida como cuando tiene problemas. Si un bloque, un bloque artificial le sirviera de mentira, podría mirarla y no sentir que la ha perdido.
Ella se levanta y va a por un vaso de leche. Su piel es del mismo color que la leche que está bebiendo y sus ojos negros sin fondo piensan que ya no tienen necesidad de ese hombre transparente que llora en su salón. Y piensa en el que se ha ido, y piensa que el amor es lo más muerto de todo lo que muere.
Juan busca en su garganta palabras. Ella le mira como diciendo: "eso no importa". Y él quiere creer que no importa. Y sin embargo, le toca perder. Le toca condenarse a una vida sin arraigos. Le toca no amar más porque ya lo ha amado todo.
Lo bello se pudre antes que lo feo.

¿Cómo será vivir entre el suelo y el pavimento?

19 de noviembre de 2009

Diarios, Fernando Pessoa


No sé quién soy, qué alma tengo.
Cuando hablo con sinceridad, no sé, con sinceridad, de qué hablo. Soy distintamente otro diferente de ese yo que no sé si existe.
Siento que no tengo creencias. Me arrebatan ansias que rechazo. Mi perpetua atención en mí mismo me muestra continuamente traiciones de espíritu a un carácter que tal vez no tenga, y que ese espíritu no cree que tenga.
Me siento múltiple.
Soy como un cuarto con innúmeros espejos fantásticos que deforma, convirtiendo en reflexiones falsas, una realidad que no está en nadie y está en todos.
Al igual que el panteísta que se siente onda, astro y flor, yo me siento varios seres. Siento que vivo vidas ajenas, en mí, incompletamente, como si mi ser participase de todos los hombres, incompletamente, individualizado en una suma de no-yoes que se sintetizan en un yo simulado.

11 de noviembre de 2009

El Gato de Cheshire.


Llevo mucho tiempo andando. Al menos, el coche está muy lejos. Por aquí no pasa nadie. La carretera está muda. Solo ando. De repente me pesas en los brazos. Creo que no puedo sostenerte más. Me arde la garganta. Está explotando un grito dentro, pero no digo nada. Como la carretera.

No quiero mirarte, Alicia. No puedo. Asique no osciles la cabeza de esa forma tan... No quiero mirarte y encontrar un cadáver. Ando para encontrarte al final de esta puta carretera. Es curioso porque te llevo en brazos. Pero no eres tú; no. El peso de tu mirada se ha debido quedar en el coche. Tu risa, que suena como un manojo de llaves. He dado dos pasos para atrás. ¿Dónde te busco? Voy a escarbar en la tierra... voy a encontrar algo que te haga volver. Te he tocado la cabeza sin darme cuenta, y te he mojado el pelo con el sudor de la palma. Me escuecen las líneas de la mano. Estás más helada que los troncos de los árboles.

Te odio, te odio. No soporto tus bromas. No soporto cuando duermes y yo no tengo sueño. Me dejas solo, soportando una consciencia viscosa, monstruosa, de labios verdes. Muchas veces abres los ojos y me preguntas que por qué tengo esa cara de pánico. Es porque cuando cierras los ojos la luz desaparece. Sin luz me agito como una bestia ciega encima de un suelo que se deshilacha.

Ahora tienes los ojos abiertos, fijos. Antes tenías en ellos una manada de caballos. Tus pupilas son como dos piedras inmóviles en un lago congelado. Me espantan. Sale sangre de alguna parte. De tu cuerpo o del mío. La sangre tiene el color de la pizarra.

Toco tu vientre blando, y te aprieto contra mí. Tu tripa ha sido muchas veces mi almohada. Cuántas veces lo he mirado, absorto, antes y después del parto. Cuántas veces, después de eso, te he mirado a la cara y he retirado mis manos de tu cuerpo, como para no profanar el nido. No puedes morir... eres madre. Eres la madre de Lucía. Su vida nació de tus entrañas calientes, es imposible que en tu útero ahora se geste hielo. Es... imposible.

No vas a abandonarme. Lo has jurado. Muchos días juntos. Toda la vida. Pero si es verdad que tú...

Un coche se acaba de parar. Me hace señas. Quiero arrancarme estos pulmones rebeldes, que respiran sin que yo quiera respirar. Dice algo de un accidente. Intento acercarme a su coche, pero no tengo las rodillas de mi lado. Otras figuras en el coche gritan. En la parte de atrás veo una niña que en vez de cabeza tiene un libro. Debe tener la edad de nuestra hija Lucía. Deja de leer y lo baja despacio. Lo último que veo es su boca. La niña chilla. Por un momento parece una marioneta.

A la carretera, a los arboles marrón nutria, les salen moratones. Todo se oscurece. Dejo de ver a la niña. Dejo de ver al Gato de Cheshire que sale en la portada. El gato de Alicia en el País de las Maravillas. Me mira como quien elige a un amigo.

El gato arlequín que era a la vez sonrisa y nada.

Míralo, Alicia, por favor.