28 de julio de 2009

Siamés (I)

Era la misma escena de siempre. Cada uno interpretó su papel sin la mínima variación respecto a otras veces. Respetaron los silencios, los sollozos y los gritos del otro sin pisarse las frases. Ella comenzó, a los diez minutos de la explosión (quizá esta vez entró un poco tarde), su retahíla número 2 de palabras narcóticas y sosegadas. Quedaron despojadas de toda solemnidad ya que él empezó, inoportunamente, a toser. Casi se ahoga. Ella hablaba sin que se la oyera, silenciada por la tos gargajosa.
Cuando se recompuso, él era una furia sangrante e incontenible, y estaba muy sofocando. Al menos hasta que ella fingiera desmayarse, subiría y bajaría la calle ronco, como un energúmeno. Cuando en ella asomara la histeria, la bestia arrullaría a su amada como un palomo hinchado para tornarle el color a sus mejillas, pedirla perdón y prometerla enmienda. Prometería morir antes de desvelar sus celos, su rabia y su odio. Y prometería seguir consintiendo.
“Pero no me dejes” era la única condición.
Pero hasta que eso ocurrió, él hizo ademanes convulsos, se desgañitó gritando y maldijo escatológicamente a todo lo que se movía. Ella, Nuria, se cansó de ser correcta y se permitió un afectado “Joder, Eduardo”. Amenazó con llorar; se llevó una mano a la frente y otra al vientre e hizo que su voz revoloteara, moribunda. Durante un momento, Eduardo se quedó solo. Se besó el dedo para jurar y mentó al Copón Bendito antes de proferir su amenaza de muerte. Ella dio un gritito y le recordó el Pacto. El ominoso Pacto. El infame y consuetudinario Pacto que le obligaba a ser manso. El pacto que él aceptó con tal de estar con Nuria.
Pero finalmente la sangre no llegó al río. Él cedió, agotado, y notó como desinflaba a la vez que mermaba su ira. Ella cedió, exultante. ¿En qué momento se le habría evaporado las lágrimas a su rostro de ángel? Daba igual, ella sonrió y él la miró como anestesiado.
“Es que te quiero tanto...”
Es que, es que.
“Es que… deseo tanto que…”- ella le miraba con una mezcla de gravedad y condescendencia. Como se le miraría a un niño bueno al que se le permite un momento de bravuconería.- Quiero que seas solo mía. No lo soporto más.
Ella sonrió desde sus ojos fríos.
“Eso no puede ser, cariño. Y lo sabes.”- su tono casi rozaba la sorna.- “Yo estoy con José.”
Y dio un beso imperturbable a la mejilla que ardía. Nuria dejó atrás los despojos del orgullo de Eduardo, que había comenzado a llorar en silencio. Lo sabía, lo sabía. Y tanto que lo sabía.
La voz afilada y cantarina de la mujer saetó la noche cuando dijo “¡Te veo mañana, cariño!”
Eduardo no podía entender cómo los cristales de la ventana del 3º A no salían por los aires. Su odio quemaba.
Podían haberse fundido junto con las dos sombras, una de hombre y otra de mujer, que tras ellos se abrazaban.

14 de julio de 2009

Tocado y hundido.

Hay personas que, en algún momento de su vida, han sido tocadas por la muerte. No es que haya estado en peligro su vida. No es que hayan visto morir. Es solo que, una vez, la muerte les besó y, desde entonces, en vez de vivir, cojean. Son los que oyen la llamada del abismo y desdeñan las lenguas del sol.
Ese contacto con la muerte es imperceptible. Nadie se percata de su llegada. Nadie ve sus larvas. Un día, sin detenerte a pensar en el por qué o cómo, notas un parásito. El huésped es voraz, y sus mandíbulas van socavando tus entrañas, vaciándote. Los afectados juran sentirse huecos a partir de la primera irrupción. Ésta terminará remitiendo, pero con promesas de regreso.
Durante el acceso súbito se da una especie de amnesia parcial. Parcial, porque aquellos recuerdos dolorosos, lejos de olvidarse, se rememoran de forma feroz. Por el contrario, aquellos que son felices se extravían y pierden. También destaca la imposibilidad de los perjudicados de pensar en el futuro. En pleno arrebato, no hay mañana.
La mente del enfermo queda extremadamente débil. Siempre va dando bandazos. Cuando están tristes, están muy tristes. Continuamente sus nervios se arrugan y continuamente cabecean y se inclinan para mirar el precipicio. En esos momentos, sólo parpadean cuando las lágrimas se hacen niebla en sus ojos atormentados.
La tristeza camina por sus entrañas abrasadas, secas e infértiles, con paso y puño de amo. Los terrores se hacen cuerdas y la fantasía siempre les lleva a la misma idea: el suicidio.
Los afectados no saben de la existencia de similares. Creen que se consumen solos y que, cuando caigan , cuando se atrevan a caer de verdad, el mundo seguirá viviendo. Y tienen razón.

11 de julio de 2009

La Maravillosa Compañía Cirque Éloize


Ya hace casi seis meses desde que vi RAIN, Como lluvia en tus ojos.
Fue jueves. Fue Febrero. Entré en aquel teatro de la Gran Vía distraída. En el rostro del folleto olvidado que llevaba en la mano, dos hombres y dos mujeres jugaban con una pelota roja. El agua que cubría el suelo se diseminaba en gotas. Y las gotas, como látigos, mojaban sus piernas.
Debido al plantón, me quedé con una entrada de 40 € en la mano y con una tirantez que me acompañó hasta que me dejé caer en la butaca. Tomé unas cuentas notas en mi agenda vacía, e hice algunos garabatos rígidos. Me preocupé en leer nombres, y casi olvidé el hueco de mi derecha.




Rain empezó y me atrapó sin titubeos.
"Éloize" es como llaman a los rayos de calor en las Islas Magdalena. Allí es donde siete jóvenes artistas fundaron su circo. 1993. Desde el primer momento dieron a su espectáculo poesía, pulso y mente.
Ya hace casi seis meses desde que vi Rain y su poso es imborrable.
Cuando tuve que redactar la crónica del evento, aún sufría sus efectos. Aún los sufro. Aquel número circense había entrado en mi memoria, había alborotado sus palomas y la había dejado inerme y conmovida.
Lloré y me entusiasmé.
Este es el artículo que escribí, con muy poco tiempo y mucho esfuerzo, al sentirme incapaz de expresar tanto en tan poco, para el periódico de mi Universidad. El Rotativo es el nombre del periódico. Quincenal, por cierto.


Revivir los dulces de la niñez, y con regusto triste al recordarlos. De esos momentos que son paréntesis en la vida. Que te devuelven la conciencia con un beso cálido. El sueño por el que el despertar es sufrimiento.


El público os aplaude con el alma. Gracias

2 de julio de 2009

La Casa de Asterión


Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Loas enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado eso juegos, también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes, la casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris, he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor, Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.



Jorge Luis Borges