24 de febrero de 2010

Mi Marylin particular - Nacho Vegas

Así de pronto amanecí en un inmenso corredor
miré a ambos lados y vi solamente puertas,
y en cada una de ellas grandes letras rezaban así:
ESTO NO ES UNA SALIDA.

Tras una de ellas te encontré,
desnuda y asustada y proyectada contra la pared.
Tú me guiñaste un ojo, yo me acerqué y oí tú voz:
"Cuando ordene usted puedo desparecer."
Y yo no le di mayor importancia a lo que oí
y ese fue mi gran error.

Te podía golpear, y aún estaba bien.
Te humillé, te violé y tú seguías en pie.
Y aunque no es frecuente en mí,
quise concederte un nombre y te di a elegir:
"¿Cómo te quieres llamar?"
Tú me respondiste así... Marylin.

Y aunque no eras rubia,
y aunque no hablabas inglés,
y aunque eras más que estúpida,
y aunque no sé si eras mujer,
en fin, serías tú mi Marylin particular.

Como los ríos fluyen,
igual que el viento sopla, así el amor destruye.
Y o lo supe en el momento en que me repetiste allí:
"Cuando ordene usted puedo desaparecer."

Y ahora si tiemblo de dolor,
y si tiemblo de dolor,
y si ladro de dolor,
y su aúllo de dolor,
y si ululo de dolor,
es por ti, Marylin.
Es por ti, Marylin...

Jamás imaginé que un poco de amor le podía a uno causar tanto dolor,
¿Cómo iba a adivinar que iba a hacerme daño alguien que era irreal?
Y la puerta se cerró y allí mismo te perdí, Marylin...

10 de febrero de 2010

Tokyo


Tokyo resultó ser menos impresionante de lo que esperaba. Se lo dije a Rangiku, y ella sacudió la cabeza. Pude ver su sonrisa un momento, más hermosa que sana; más filamentosa que limpia.


En el hotel, Rangiku y sus bragas rosas me esperaban sobre la cama. Arrugamos las sábanas con nuestras respiraciones de tigre y de mosca. Me asomé a sus ojos y vi una habitación con dosel y civilización, que me hizo avergonzarme de mi encarnadura de monstruo. El sexo para ella era un pájaro, cuando para todo el mundo era un reptil. Su piel era un cristal lechoso que no sudaba. El temblor de sus pechos. Su boca de sal, como una herida de olor metálico. Me tumbé bocarriba, cansado como si hubiera luchado; muerto como un hueso y sin nada de inspiración.



Rangiku estaba casada, pero hacía quince años que no veía a su marido. Vivieron en Nihonbashi, y ella estaba segura de que él seguía allí como hasta entonces: asustádose de sus propias manos y picoteándo el asfalto japonés, que parece lodo seco.




Rangiku solía decir que no había carta de amor más bonitas que las que Joyce escribia a su mujer. Yo le escribí una carta erótico-preciosa del estilo. Ella se rió al leerla y me dijo que, de entrada, "yo no era inglés." Y ella tampoco era mi mujer, pero bueno.




El último día fuimos a Hinomisaki a ver el mar. Ella se sentó. Tenía las menudas pantorrillas al aire e iba descalza. La mujer pequeña, suavemente transparente, adolescente, silenciosa. Y su velo de pelo negro como la concha de un caracol. Yo rompí a llorar y no pude parar. "Así es como llora un hombre medieval." Dije, casi babeando. Ella no me miraba. Le agradecí que no me preguntase por qué lloraba.




Lo que nos decía aquel mar desalentado es que ese sería nuestro último verano juntos. Ella lo supo, desmembrando un alga seca que encontró en la arena, muy callada y muy quieta, como un poema submarino. Yo lo supe con mi blasfemia más pobre. Con el llanto.


5 de febrero de 2010

Sobre todo...


La chica levantó el separapáginas y lo metió entre las hojas. Era un separapáginas de El jardin de las Delicias, comprado en la tienda del museo del Prado. La chica levantaba tanto las cejas que parecía que ninguna idea cruzaba por su mente. El jersey negro de cuello alto disimulaba mal su pecho, que era grande y redondo. El rubio ceniza de su pelo se le clareaba en las sienes. Tenía los ojos color boscoso y la nariz muy estrecha. Dejó de leer y miró a su alrededor.


El Pájaro Antropoide surgió de su estómago como una arcada. Acarició con las plumas su paladar y las pupilas de la chica se hicieron más pequeñas.


Entonces vio a la gente caminando. Eran crías miopes de hurón, vomitando placenta y devorándose unas a otras. La chica sabía que no era real lo que veía. No era real, pero lo veía, y entonces se le hacía muy difícil pensar que no era real. Eran criaturas grandes, y tenían dos dientes rompiéndoles las encías. Entre la piel translúcida y los músculos de los seres, había una linfa burbujeante e incolora. La chica podía ver sus entrañas. Se levantó del banco y se aproximó al más cercano. Aquel repulsivo embrión sufría espasmos. La chica entornó los ojos y se fijó en el cráneo de la criatura. En el hueso occipital había una frase escrita con una caligrafía legible. La chica murmuró algo, y también se dio cuenta de que los hurones tenían cabeza de sapo. Empezaron a croar todos a la vez: "¡La máscara es una calavera!"


La chica gritó, mientras los hurones decían cosas con un estilo grandilocuente. Tiró el libro al suelo y comenzó a dar puñetazos a las bocas anchas y delgadas. Desdeñaba esas vidas menores y babeantes. Destrozaría el mundo porque lo amaba.


El Pájaro Antropoide se metió en su boca. Las plumas mojadas hicieron una masa antes de que la chica lo tragara del todo. La chica parpadeó y alzó las cejas.


Dos personas sangraban muy cerca de ella. Una tenía el labio roto, y la otra la nariz. Había más gente mirándola. La chica empezó a sudar por la frente. Recogió su libro. Por un momentó pensó en los esqueletos de aquellas personas, que estaban en su interior como un hombre calcificado. Un hombre dentro de otro hombre. Le dolía la mano, incluso sangraba también. Una vez escuchó que los líquidos sonreían a los niños. A ella no le gustó ver su sangre, que reflejaba la mirada severa de todas las personas.


Se oyeron sirenas, y el estúpido Pájaro Antropoide se regocijó en su nido.