8 de julio de 2010

Agradaré (IV)




Las ramas apenas dejaban entrever el cielo cuando la princesa alzó los ojos. Dos nubes desarraigadas atravesaron el azul. El amanecer trajo una luz voluptuosa y rosa, pero la princesa, en medio del bosque, solo notó el frío que desprendían los troncos endrinos.

Llegó a su castillo, a la puerta, y llamó con un grito impreciso. Después, muchas manos aceitosas la agarraron por los brazos y la arrastraron a la habitación. Su cabeza osciló floja durante el lento ascenso. Sus manos pendían agotadas y a veces trataba de agarrar el eco de aquellas voces desesperadas. Creyó que eran las voces las que la alzaban. Dócilmente, arrimó la mejilla a los rostros húmedos y asustados que querían besarla. Las voces tumbaron a la princesa en la cama y esta adquirió la rigidez de una estatua alabeada y minúscula. Se durmió.

Despertó. Entre los párpados, estaba el caballero inclinado sobre ella. “Señora mía” dijeron aquellos labios descoloridos y severos. La cara, aunque seria, era amable. La princesa notó una náusea fortísima. “¡Ángel! ¿Pero qué te han hecho?” La princesa, que había agarrado un pañuelo marfileño y se lo había llevado a la boca, no podía disimular el asco. Agrio, como un perfume químico, tenía el asco retenido en la garganta. El caballero no sabía interpretar su gesto. Dijo “Descansa, esposa mía”. La princesa se estremeció y miró el sarpullido candente que le comenzaba a jaspear el pecho. Luego contempló a su prometido y dijo con voz taimada que no se casaría con él ni con nadie porque ahora su alma vivía en un reino de soledades profundas. Dijo también que para ella ya no existía el calor del sol renovado, ni los cánticos, ni la dicha. Que renunciaba a la vida para la que nació; la vida de las pompas luminosas y frágiles, la hermosa vida de las princesas, con sus fiestas, su suntuosa melancolía, sus jardines colmados de intrigas y suspiros y sus erupciones de gozo. Y renunciaba por tanto, a su matrimonio con un caballero salvador y a sus futuros hijos, porque ella, decía, ella se había corrompido, y podía convertir el oro en barro con solo tocarlo. El caballero contempló cómo el rostro de la princesa se había endurecido hasta parecer el de otra mujer. Feroz y llena de resplandor, acalló al caballero cuando este, aturdido, quiso protestar. Su voz salió de los labios pletóricos de sangre –de tan rojos- como un cañón que ensordece.

- Yo sólo puedo alejarte de tus venerables leyes. Te ahogaría en mis muros, que son los muros de la nada. En mi corazón llevo lo sombrío del infierno. Nadie quiere unir su vida a la de un demonio, ¿verdad? Mi olor de niña ahora es el hedor de los sepulcros. Me he convertido en algo negro, funesto y roto de escalofríos. Y tú no puedes levantar un peso tan abrumador.

Fue la última vez que la princesa vio al caballero. Él se casó con la primogénita de un rico comerciante genovés. Quiso que los festejos se redujeran a un día, como recuerdo a un alma extraviada de la que no dijo el nombre.

La princesa no volvió a salir de su habitación y llevó desde entonces, a sus veinte años, la vida de una anciana. Sólo de vez en cuando asomaba su dorada cabeza por encima de la barandilla para mirar al Castillo Rojo. Entonces, invariablemente, comenzaba a sollozar. Cuando las convulsiones alcanzaban su cenit, ella siempre terminaba diciendo “¡Yo soy tu igual! ¡Oh, mi rey!” en un gemido tan aterrador que alentaba a los chismosos a cuchichear sobre coqueteos con el diablo.

Un día, el Amo se sentó en medio de su castillo. Ya había completado la cúpula y erigido las torres. El castillo estaba construido y pintado. Repasó los sillares con la mirada y recordó los incontables brazos que habían prestado sus venas. Tanto tiempo y tantas mujeres. Algunas musas, otras amazonas; la mayoría esclavas. Una era princesa.

El Amo se levantó y caminó hasta las mazmorras. Agarró un barril mohoso de una pútrida celda vacía. Salió del castillo y se colocó frente la fachada. Introdujo una mano en el barril, arañó el fondo acorazado de coágulos y extrajo su mano teñida de púrpura. Aplastó la palma contra su pecho iridiscente y dejó su huella. Luego se tiznó los labios con un trémulo sesgo de sus dedos. Continuó embadurnándose la boca hasta emplear toda la sangre de la princesa, la única cosa en su vida que había atesorado.



Dedicó la más ancha y ebria de sus sonrisas al Castillo Rojo y cerró los ojos, desorientado por tan intenso delirio.




FINIS

4 comentarios:

licaon memento mori dijo...

pasarte la vida viajando y no llegar, nunca, querer comer una manzana y estar podrida, esa es mi princesa, parece que para eso a nacido, para no dejar de sufrir y no dejar de ser querida.

a un lado el cielo, al otro el infierno y no se pueden ver......que triste

LaNieblaesRubia dijo...

Eso es amor... quien lo probó lo sabe. Al final me he encariñado con la princesa he de decir. =)

Soy Leyenda dijo...

Ni castillos ni aposentos, una princesa lo es, cuando tiene su propia semana.
Dia 1. Feliz semana de princesa condenada.

LaNieblaesRubia dijo...

Gracias, A.M.A.

Amo del Castillo Rojo, Leyenda, podrías ser metáfora de cualquier cosa, pero en cambio existes. Decretas para la princesa una semana de oro más densa que la cólera de las sepias, y una vida llena de centellas, borrascas y zarpas gigantes, de celeridad; de calles infinitas por las que pasan los soles blancos y negros; de trenes que tienen el sabor infernal de los sueños de gloria. El hambre, mi hambre, y los “hasta luego” como una gran pausa de plata. Un día pisarás el castillo de la princesa, y al trenzarle sus cabellos de fuego calcinado, entenderás que ambos pertenecéis al Vacío. No te hará falta saborear su adónica gota de sangre de nuevo para sondear la profundidad de sus lágrimas.