26 de agosto de 2009

Pecados Capitales: Gula.


Un ligero mareo le sobrevino cuando levantó la cabeza. Las letras que escarificaban la piel reluciente del váter le parecieron a Mia, por un momento, de color coral deslucido y grueso, como las de los créditos de una peli de terror mala. Tiró de la cadena. La cadena sonó sin mucha gloria, a burbujas roncas y cansadas. Se miró la mano. Tenía los dedos índice y corazón enrojecidos y con hendiduras iguales a la de su paladar. El regusto a vómito estaba en todas las partes de su cuerpo.
En medio de las riñas entre el Hambre y la Culpa siempre se encontraba Mia arrodillada, con la cabeza metida en la taza del retrete y con la garganta abrasada.
Cada vez que vomitaba hallaba paz. Era una paz intranquila, absurda, paradójica; una paz moribunda y culpable, que apenas acallaba los remordimientos. Era una enmienda imperfecta: el error se había arreglado pero volvería a cometerse. Para una mente corroída como la de Mia, la Culpa es un pantano perpetuo. Siempre salía del baño sabiendo que volvería a errar, que sus promesas eran de arena, que su palabra y honor baratos, que volvería a arrodillarse con el mismo terror, desconsuelo y arepentimiento que otras veces y volvería a vomitar su falta entre arcadas ásperas.
Error, falta, pecado, pérdida, mancha, tropiezo, enmienda, sacrificio. GULA.
Mia se inmolaba a todas horas. Las noches hacía tiempo que no eran de sueño, sino de nevera y naúseas. El trayecto anormal de su bilis (de dentro a fuera) era un paralelismo del trayecto anormal de sus pasos (de dentro a fuera de su cama). El insomnio se aliaba con el parquet frío. Todas las noches iba en procesión a la cocina, abría el refrigerador y echaba mano de la comida helada. Helada como sus manos, como su boca, como su mente. El Ansía es frío. La Muerte también. La Bulimia, por ende, también es fría.
Los casamientos entre bocados eran repulsivos. Pollo y después un chorro de leche condensada, besugo y galletas. La avidez no le dejaba discernir lo que se llevaba a la boca. La demanda que notaba Mia en sus entrañas ansiosas, amplificaba por las cavidades de sus tripas, no admitía gilipolleces. Tragar, tragar, tragar. Era incapaz de decir a que sabía el bolo que engullía. Muchas veces devoraba notando la sal de sus propias lágrimas. Qué asco se daba a sí misma...
Llegaba un momento que el Hambre la abandonaba. Nunca se iba antes de dejarla exhausta y avergonzada. Se iba en silencio... y entonces...
La señorita Culpa, implacable, concreta, eficaz, cíclica y cumplidora de sus promesas, volvía para purgarla. Tocaba su campanilla, palpaba su lengua, y provocaba un vómito roto.

Error, falta, pecado, pérdida, mancha, tropiezo, enmienda, sacrificio.
GULA.
La vida de Mia tenía estrías, ramas blancas como las que rasgaban su piel.

11 de agosto de 2009

Pecados Capitales: Luxuria.


Carlos empezó a salivar. Los que antes habían sido un manojo de niños pijos celebrando un cumpleaños, ahora eran serpientes palpitado bajo la luz de bombillas desoladas. Mediante horas, mediante éxtasis con pureza del 80 por ciento, mediante copas mendigas, las bestias habían comenzado su muda, despojándose de su pudor, medias, corbatas, nombres y vestidos caros. Los cuerpos que se desnudaban frente a él eran los de ofidios de color carne. Sus pieles, sofocadas por rosetones rojos, se buscaban unas a otras como cachorros ciegos. El roce de la ropa, y después del aire chocando en los miembros expuestos despertaron un opresivo calor en ellas.
Una de las serpientes se volvió hacia Carlos cuando las prendas eran larvas abandonadas en el suelo. Sus ojos dilatados siseaban: querían mirarlo, morderlo, devorarlo y deglutirlo. Sus pupilas parecían sudar tanto como su espalda. Carlos notó una vaga inquietud. ¿Era Anita, su mejor amiga, aquel animal de reptar sangrante? Tenía su cara, sus hombros bronce y su vestido violeta desmayado sobre la cintura. Ella se aproximó con sus ojos despiertos y la boca dormida y entreabierta. Esa boca que no podía sostener palabras ni humanidad, sólo jadeos borrachos. Fuera Anita o no, aquella serpiente de carne se había ganado la confianza de Carlos. De su cuerpo desnudo, a cada lado de sus esféricos y mansos pechos, emergieron dos brazos calientes. El áspid-Anita abrazó a Carlos. Lo abrazó también con la lengua y con el vientre.
Los dedos aturdidos de Carlos tanteaban carne. A veces besaban los brazos delgados de Anita, a veces presionaban su espalda con demasiada fuerza o aprisionaban la aguda cadera para traerla hacia sí. Se poseían sin pensamiento, sin mirarse, con una fiereza sorda y embestidas huecas. Sus ojos no se miraron. Aquellos ojos que tanto se conocían, que eran tan hermanos, sólo miraban recíprocamente la carne que tenían enfrente. En la carne no encontraban vergüenza ni remordimiento. La misma sed brutal que ellos sentían contagiaba todos los gritos, jadeos, y exhortaciones de la sala.
El mobiliario de la misma eran músculos, tendones, y huesos chocando entre sí; dermis jugosas, blancas, morenas; saliva, lenguas, manos y uñas. Aquel era el ritmo del letargo; de la orgía.
Muchas manos, muchas manos que parecían tener lenguas, muchos párpados y nalgas y tobillos conformaban el cuerpo de la bestia. Cuando Anita se retiró de él, asustada, como despertando, como sintiendo por primera vez, como gritando y muriendo antes de comprender, el monstruo blando de la bacanal engulló a Carlos.
Durante un instante se compadeció de ella, pues el deseaba seguir ciego y muerto de hambre de por vida.

10 de agosto de 2009

Típico.


Había sido algo muy típico: al lado de una barca de pesca. Ella sonreía con sus encías colosales, encarnadas, que tenían el aspecto brillante y rojo de las granadas abiertas. Era similar a un conejillo sobreexcitado. Sus ojos parecían haber sigo creados por un dios drogata aficionado al cristal. No eran nada en concreto, sino la mezcla de todo junto. La rabia de los héroes épicos se ahogaba en verde. Las suelas de los zapatos de la humanidad se apilaban en sus pupilas. Tenía las mejillas esféricas, las cejas semiesféricas. Era rubia.