28 de noviembre de 2008

Ídolo


Sara sacó el libro de su mochila. La portada era masticable; era chicle. En el centro, la pantalla opaca de las gafas-corazón y el vértice de los labios delgados de Lolita. Sara me dijo que tenía la misma portada rosa que sus libros porno. La miré. "Los de la Sonrisa Vertical" "Ah... ya. ". Recordé que algo me había comentado. Figurarme a Lolita me hacía sentir torpe, acorchada, varada, y me rodeé el vientre, similar a una bóveda de cuarto de esfera, como para apoltronarme en mi redondez y pasividad.
Nunca ansié, de niña, ser una nínfula que hiciera reventar a los hombres dentro de sus pantalones, al levantar los brazos- descuido meditado- y haciendo temblar mis senos impúberes, combando el vientre, o diciendo alguna espontánea ordinariez. No quise ser Lolita de todos, quizá si Lolita de alguien, pero nunca lo conseguí (es una contradicción, Lolita fue, es, será, de esencia divulgativa; de admiración común). Cierto es que no me sonrojaba mantener la mirada de los hombres. Desde pequeña aprendí a mirarlos. Cierto es también que entonces me mordía la cara interna de los carrillos, de manera que mis labios salieran poco, insolentes, y la boca se abreviara, al mismo tiempo que arqueaba las cejas en la más inocente expresión para arrancar su interés, aunque este se limitara a un vistazo azorado. En cambio, ahora, envidié la brisa de Lolita, su verdor diabólico. A mí me habían crecido las tetas y estaba embarazada. Ningún Humbert Humbert ardería hoy, babeante y sufriente, imaginando mis rodillas pálidas, sino que me hallaria gorda y zamba, repantingada en el asiento del autobús. No sé cómo pero acabé sintiendo una profunda tristeza. Pensé en mi marido. En nuestra historia.


Antes de darnos el primer beso - fue bajo el cartel rojo meteoro de una tienda de pósters (yo me compré uno de Cabaret y él otro de El gran dictador)- habíamos sido amigos durante un año y tres meses. Doce semanas después hicimos el amor en un diáfano y minimalista apartamento de un amigo indie y algunas más tarde nos casamos. La lata de tomate Campbell veló por nuestro abrazo tembloroso.

Él me escuchaba cuando hablaba. Me escuchaba de verdad, no sólo me oía. Me miraba con los dos taludes de carbón prensado que eran sus ojos. Permanecía suspenso, devoto, escuchando mi voz. A mí me gustaba que mis palabras profanaran su silencio cardinal. Me llenaba de euforia. Mi ardor narcisista se envalentonaba y hacía que un sarpullido me quemara el pecho. Salía de mi garganta un sonido raro, como un ronroneo flemático, como una untuosa lluvia.

Le hablaba de nuestros hijos. De que les leería a Rubén Darío, y a Cortázar y a Cernuda y a Chesterton. De noches cuentos de Jack London y novelas de Gaarder. Al varón,- pues el primero sería un niño- le haría ser tan amante como el Marqués de Bradomín, tan velado como Gregor Samsa, tan dedonado como Alonso Quijano, tímido como el Dorian Grey niño, despierto como Pierre Bezukhov, poeta como Orlando; con tanta estrella como Max Estrella y mudable como Werther. Leería La Regenta, Madame Bovari y Ana Karenina antes de cumplir los catorce.

La niña se mancharía las manos con tinta china. Sería como Remedios de Cien Años... o la Niña Chole, pero en rubia, y le gustaría oír "Rainbowarriors" antes de meterse en sus sábanas de Mickey con los pies fríos y los tirabuzones de cachorro despeinados. Leería Nuestra señora de París antes que ver El jorobado de Notre Dame y le gustarían los hombres de nuez marcada.

Le decía que los criaríamos a caballo entre Roma y España. Que los viernes nos pondríamos máscaras artesanales y leeríamos los cuentos que habíamos ido componiendo durante la semana. Harían sinestesias ilógicas, Greguerías, de cinco a seis, los jueves y buscaríamos gamusinos entre bosques grises...

[...]

En el frío y diminuto asiento del autobús, pienso que mi marido se ha aburrido de mí. Puede que fuera demasiado pronto... Yo debería estar en segundo de carrera. No le saco tantos años a Lolita, al fin y al cabo. Aunque estoy segura de haber envejecido de golpe, desde que él no me escucha como antes lo hacía. Él es quien rellena mis venas... y cada vez lo hace con menor afán. Miro por la ventanilla, algo empañada. Caen copos gruesos; delicada caída hacia la muerte. Pienso, pienso, casi únicamente, que los hombres no necesitan mucho tiempo para cambiar de Ídolo.

Lo creo firmemente.




2 comentarios:

Soy Leyenda dijo...

Porque?

LaNieblaesRubia dijo...

por qué qué?
sabes? probablemente estés viendo ahora mismo lo que estoy comentando en mi trabajo.
¡¡¡suertudo!!!
ha nevado, ha nevado, ha nevado!!