
Están donde sólo existe la sombra y el hedor.
- Muéstrate ante mí, en mí. No me agobies. Basta.
Ella es dócil y extiende los brazos templados. Sus ojillos están a punto de llorar.
- No puedes más. Toda tu vida has errado, pero aún así me gustas, princesa. Deja de razonar con tu edad, asimila de una vez la vida, toda la vida, ábrete a la vida, mira las cosas, mírame. Renuncia. Conóceme.
- Muéstrate ante mí, en mí. No me agobies. Basta.
Ella es dócil y extiende los brazos templados. Sus ojillos están a punto de llorar.
- No puedes más. Toda tu vida has errado, pero aún así me gustas, princesa. Deja de razonar con tu edad, asimila de una vez la vida, toda la vida, ábrete a la vida, mira las cosas, mírame. Renuncia. Conóceme.
Ella asiente.
El dedo del Amo anda por el brazo nevado de la princesa. Palpa la vena y clava la aguja en su pálido verdor. La sangre pasa por el conducto y salpica el fondo del barril. Más bajo aún que la sombra del muro; más abajo aún que las naúseas y la sed de los intestinos, la cabeza y el pecho del hombre proyectan una sombra sobre la muchacha.
La evocación de su casa, del amor y de la vida se empapa en la luz del pánico. La princesa siente que se halla suspendida en el mal, cebada de mal. Detrás de esa mano de hombre hay un reino de abismos. Sabe, a medida que entrega su sangre, sabe que en el alma del hombre habitan esos grandes demonios varados que devoran el sol. Y se pone a llorar por su espíritu profanado.
- Tu sangre se mezclará con otras menos líquidas y exquisitas en mis paredes, princesa. Yo te digo que no hay nada en mí salvo mil aflicciones. Tu sangre me alivia un poco, solo un poco. Me amas y me regalas tu sangre. Será olvidada en un depósito mugriento y mancillada cuando coloree los muros de este castillo con ella. Pero eso solo me contenta un poco. Y ahora vete para siempre de donde el aire está eternamente muerto. Yo nunca viviré a causa de ti, si no tú de mí mismo.
El dedo del Amo anda por el brazo nevado de la princesa. Palpa la vena y clava la aguja en su pálido verdor. La sangre pasa por el conducto y salpica el fondo del barril. Más bajo aún que la sombra del muro; más abajo aún que las naúseas y la sed de los intestinos, la cabeza y el pecho del hombre proyectan una sombra sobre la muchacha.
La evocación de su casa, del amor y de la vida se empapa en la luz del pánico. La princesa siente que se halla suspendida en el mal, cebada de mal. Detrás de esa mano de hombre hay un reino de abismos. Sabe, a medida que entrega su sangre, sabe que en el alma del hombre habitan esos grandes demonios varados que devoran el sol. Y se pone a llorar por su espíritu profanado.
- Tu sangre se mezclará con otras menos líquidas y exquisitas en mis paredes, princesa. Yo te digo que no hay nada en mí salvo mil aflicciones. Tu sangre me alivia un poco, solo un poco. Me amas y me regalas tu sangre. Será olvidada en un depósito mugriento y mancillada cuando coloree los muros de este castillo con ella. Pero eso solo me contenta un poco. Y ahora vete para siempre de donde el aire está eternamente muerto. Yo nunca viviré a causa de ti, si no tú de mí mismo.
El Amo ríe con su hermoso rostro y entrecierra los ojos. Nada más destruido, más arruinado que el joven alma interior de la princesa, que empieza a creer en las lunas negras, en las llamas, y en el ruido.
La princesa camina lentamente, y siente que se le resquebraja la piel en torno al pinchazo. Sale del Castillo Rojo, que -ahora lo sabe- debe su color a las heridas de mil almas, y vuelve la cabeza para mirar al Amo, quien ufano, con el cuello ceñido por su collar de espinas, introduce una brocha gruesa en el barril y la saca violentamente para pintar un sillar plomizo. Algunas gotitas salpican su cara. Una de ellas cae en la comisura de su labio inferior. El Amo saca la lengua para atraparla y después observa el cielo, ya negro, agradecido por aquellas nuevas venas.