25 de abril de 2009

de hielo.


Tosió. Tosió y tosió. Y estornudó también. Hay estornudos dolorosos. Casi echa el bofe por la boca. Tres toses y esos parajes blancos. Lenguas de nieve. Sus pisadas duraban poco: las huellas las borraban al instante más copos opacos. Árboles como estacas negras. Obeliscos de madera mojada. Anduvo entre ellos. Y volvió a toser.
Creyó haber llegado. Miró bien. Retrocedió tres pasos. Dudó, aunque no había duda en su rostro congestionado, solo contención casi heroica. Había llegado. Los pájaros parecían arrojar con sus alas aquel suave viento susurrador. Giró la cabeza. La inmensidad. Grande, blanca, dolorosamente brillante. Árboles como saetas clavadas en la piel de nieve. Los sonidos no sonaban: no eran más que un silencio contaminado.
Había llegado.
Al apartar los arbustos le cayó nieve de las ramas. Se le calaron los guantes y pronto notó sus manos ardiendo. Buscó la Entrada.
Cof cof. Más toses sacudían su pecho. Cof Cof. Aridez en la garganta. Se le humedecieron los tobillos, por dentro de la bota y el grueso calcetín. Tirantez también en las mejillas. Las lágrimas le escocieron cuando tocaron el contrito filo de sus pestañas. Se resbaló y cayó al suelo. Al fin, dio con el hoyo circular. Tragó nieve.
Se metió con rudeza por el reducido agujero. Dejó atrás las toses, las flemas del mundo y las dunas de hielo asesino. Y dejó atrás su cuerpo de adulto.
Dentro se desnudó: la ropa le venía grande. Se deshizo del pesado anorak con sus brazos blandos de niño y los pies, ahora diminutos, se le escurrieron de las botas. Los calcetines quedaron desinflados en el suelo, como la muda de una carnosa serpiente. Miró su delgado y flexible cuerpo de arriba abajo, aterrado y sonriente, como siempre. Ya no tenía vello: las venas eran sutiles regueros azulados y su vientre, redondo y suave. Olió la carne tierna de su brazo. Miró sus uñas transparentes y se acarició la cara de terciopelo.
Le encantaba volver a ser niño.
Dio varios pasos, movió los brazos, se abrazó así mismo.
Cuando la euforia cesó un poco, caminó hasta encontrarla. Estaba metida en su ovo celeste. Comatosa y hecha de cristales, su pelo azulón flotaba y la cubría. Tenía los párpados dormidos. Como la había dejado la última vez.
El niño gritó: “Ya he venido, despierta.”
Y ella despertó, excitando dos pupilas que eran rosetones de hielo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Embriagador. Enhorabuena.
Saludos de Helegrecque ;-)

Soy Leyenda dijo...

Un cuento con nieve timburtiana perfectamente inacabado. No es ni demasiado corto ni demasiado extenso. Lo justo para querer más.

Tienes razón. Cuando a un niño no le gusta el suelo que pisa no le queda otra que encogerse.

Anónimo dijo...

No!! solo encogerse?? La negatividad es la expresión de los débiles... Se fuerte!!...
Saludos de Helegrecque..