5 de marzo de 2009

Omega

Fue a esas horas "claras" de la noche, cuando el reflejo de la luna parece ser sempiterno y más claro que el del amanecer.
Como diría Larkin, fue en aquella hora en la que los vientos errantes agitan la oscuridad.
Laia esperaba encontrar a un enorme gusano fumador en cada portal, ya que las nubes no eran nubes, si no humo abigarrado.
Vio al hombre, difuso, bajo una farola. Se acercó. Miró dos pupilas dilatadas, parecidas a escudos de obsidiana, y aproximó su boca temblorosa a la de él. El quiso hablar. Laia notó como los labios tintados de amarillo por la luz de la farola se contraían. Quizá protestaban. Ella le mandó callar como a un niño insolente.
-"¿Quieres decirme algo?"
Las serpientes del iris se retorcían obsesivamente. Él musitó un "no" asfixiado.
- Entonces yo no quiero oír nada.
***
Pasó el tiempo. Los viejos suspiraban cuando los veían besarse. Ellos sabían que resultaban eurrítmicos; parecían dos gemelos astrales. Cuando se sonreían, eran eléctricos y cuando estaban tristes (se contagiaban) ambos se volvían trasparentes. Al tocarse, un brevísimo roce de los dedos, se originaba un fragoroso estallido en torno a suyo, como si miles de palomas celestes echaran el vuelo.
Les encantaba sentarse en el suelo y atribuirle formas reconocibles al soso y blanco gotelé. Además, ambos juraban proceder de otra dimensión. Entonces se reían y juntaban las manos. Laia se retiraba el pelo del cuello porque le daba calor y él le besaba con calma las muñecas, sobre una cama insulsa de hojas.
***
Un día Laia se apoyó los pies, aún dormidos, en el suelo. Había soñado con una paloma de ocho alas.
Él se había ido.
Laia buscó razones en su memoria apolillada, en las paredes y en el armario. Recordó que no tenía nada que recordar y rezó las infantiles y casi olvidadas oraciones que había aprendido en su niñez. ¿Para qué? No lo sabía. Pero pidió que él volviera hasta que se le agotó la voz en sollozos contritos.
¿dóndeestádóndeestádóndeestá?
Luego se sentó en la cama. Las pestañas se pegaban unas con otras, húmedas. Formaban esbeltas pirámides y un collar translúcido de lágrimas vestía su cuello.

Fue al baño y regresó.
Primera, segunda y tercera pastilla. Luego media docena y algunas más.
Se le escurrió el bote de la mano húmeda y temblorosa. Alargó el brazo para recuperarlo. La vida parecía un sendero tenebroso a sus espaldas. Y los recuerdos, bancos erráticos de niebla.
Pensó en la noche alfa sin ganas, llena de derrota, cuando se conocieron. Un nimio hecho que había olvidado le causó una angustia tal que decidió paliar con más píldoras. Ya sin aliento para avergonzarse, se vio a ella misma acallando algo que él iba a decir y no dijo. Estaba segura, ahora, hundida en las sábanas ásperas y mojadas de sudor, que él iba a decir "te mataré si te acercas. Morirás por mi causa". Pero ella enterró la advertencia aproximando a él sus rodillas y sus muñecas desgastadas.
La habitación parecía desprender frío. Parecía cruel. Era cruel. Laia se redujo a dos manos que se aferraban al delgado colchón, obcecadas.

Las dos pupilas estrelladas quedaron abiertas y
la última píldora
entre sus labios transidos,
sin tragar.





1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué lástima, tantas pastas no le sirvieron para contrarrestar el veneno de sus besos. Él la mató desde el primer día...