
Carlos empezó a salivar. Los que antes habían sido un manojo de niños pijos celebrando un cumpleaños, ahora eran serpientes palpitado bajo la luz de bombillas desoladas. Mediante horas, mediante éxtasis con pureza del 80 por ciento, mediante copas mendigas, las bestias habían comenzado su muda, despojándose de su pudor, medias, corbatas, nombres y vestidos caros. Los cuerpos que se desnudaban frente a él eran los de ofidios de color carne. Sus pieles, sofocadas por rosetones rojos, se buscaban unas a otras como cachorros ciegos. El roce de la ropa, y después del aire chocando en los miembros expuestos despertaron un opresivo calor en ellas.
Una de las serpientes se volvió hacia Carlos cuando las prendas eran larvas abandonadas en el suelo. Sus ojos dilatados siseaban: querían mirarlo, morderlo, devorarlo y deglutirlo. Sus pupilas parecían sudar tanto como su espalda. Carlos notó una vaga inquietud. ¿Era Anita, su mejor amiga, aquel animal de reptar sangrante? Tenía su cara, sus hombros bronce y su vestido violeta desmayado sobre la cintura. Ella se aproximó con sus ojos despiertos y la boca dormida y entreabierta. Esa boca que no podía sostener palabras ni humanidad, sólo jadeos borrachos. Fuera Anita o no, aquella serpiente de carne se había ganado la confianza de Carlos. De su cuerpo desnudo, a cada lado de sus esféricos y mansos pechos, emergieron dos brazos calientes. El áspid-Anita abrazó a Carlos. Lo abrazó también con la lengua y con el vientre.
Los dedos aturdidos de Carlos tanteaban carne. A veces besaban los brazos delgados de Anita, a veces presionaban su espalda con demasiada fuerza o aprisionaban la aguda cadera para traerla hacia sí. Se poseían sin pensamiento, sin mirarse, con una fiereza sorda y embestidas huecas. Sus ojos no se miraron. Aquellos ojos que tanto se conocían, que eran tan hermanos, sólo miraban recíprocamente la carne que tenían enfrente. En la carne no encontraban vergüenza ni remordimiento. La misma sed brutal que ellos sentían contagiaba todos los gritos, jadeos, y exhortaciones de la sala.
El mobiliario de la misma eran músculos, tendones, y huesos chocando entre sí; dermis jugosas, blancas, morenas; saliva, lenguas, manos y uñas. Aquel era el ritmo del letargo; de la orgía.
Muchas manos, muchas manos que parecían tener lenguas, muchos párpados y nalgas y tobillos conformaban el cuerpo de la bestia. Cuando Anita se retiró de él, asustada, como despertando, como sintiendo por primera vez, como gritando y muriendo antes de comprender, el monstruo blando de la bacanal engulló a Carlos.
Durante un instante se compadeció de ella, pues el deseaba seguir ciego y muerto de hambre de por vida.
Una de las serpientes se volvió hacia Carlos cuando las prendas eran larvas abandonadas en el suelo. Sus ojos dilatados siseaban: querían mirarlo, morderlo, devorarlo y deglutirlo. Sus pupilas parecían sudar tanto como su espalda. Carlos notó una vaga inquietud. ¿Era Anita, su mejor amiga, aquel animal de reptar sangrante? Tenía su cara, sus hombros bronce y su vestido violeta desmayado sobre la cintura. Ella se aproximó con sus ojos despiertos y la boca dormida y entreabierta. Esa boca que no podía sostener palabras ni humanidad, sólo jadeos borrachos. Fuera Anita o no, aquella serpiente de carne se había ganado la confianza de Carlos. De su cuerpo desnudo, a cada lado de sus esféricos y mansos pechos, emergieron dos brazos calientes. El áspid-Anita abrazó a Carlos. Lo abrazó también con la lengua y con el vientre.
Los dedos aturdidos de Carlos tanteaban carne. A veces besaban los brazos delgados de Anita, a veces presionaban su espalda con demasiada fuerza o aprisionaban la aguda cadera para traerla hacia sí. Se poseían sin pensamiento, sin mirarse, con una fiereza sorda y embestidas huecas. Sus ojos no se miraron. Aquellos ojos que tanto se conocían, que eran tan hermanos, sólo miraban recíprocamente la carne que tenían enfrente. En la carne no encontraban vergüenza ni remordimiento. La misma sed brutal que ellos sentían contagiaba todos los gritos, jadeos, y exhortaciones de la sala.
El mobiliario de la misma eran músculos, tendones, y huesos chocando entre sí; dermis jugosas, blancas, morenas; saliva, lenguas, manos y uñas. Aquel era el ritmo del letargo; de la orgía.
Muchas manos, muchas manos que parecían tener lenguas, muchos párpados y nalgas y tobillos conformaban el cuerpo de la bestia. Cuando Anita se retiró de él, asustada, como despertando, como sintiendo por primera vez, como gritando y muriendo antes de comprender, el monstruo blando de la bacanal engulló a Carlos.
Durante un instante se compadeció de ella, pues el deseaba seguir ciego y muerto de hambre de por vida.
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